jueves, 31 de diciembre de 2009

FIN DE CICLO

Finaliza hoy el servicio de reflexiones sobre la política desde la fe "El corazón de la política ", con entregas diarias (lunes a viernes) desde el 1 de junio al 31 de diciembre de 2009.

Puede consultar el listado de las reflexiones cliqueando aquí . Es muy útil la función de búsqueda incluida en la columna izquierda del blog.

NOTA: Este final de ciclo es necesario por motivos de descanso. Esperamos continuar con el concepto de cambiar el corazón de la política el próximo año.

Muchas gracias a todos los que ayudaron a producir este material y a los que nos alentaron y apoyaron de diferentes formas. Les deseamos un excelente año, donde la esperanza se vuelva realidad.

Alejandro Field
Mesa Interreligiosa del Conurbano Norte de la Coalición Cívica

Jueves 31 de diciembre

Cambiar de adentro

Cambiar de afuera
Es poca cosa
Más imposible
Que engañoso

Tapar las grietas
Cara preciosa
Hoy invisible
Dura muy poco

Mismos sistemas
Iguales personas
Poco factible
Lo novedoso

Es nuestra pelea
Tan imperiosa
Para ser libres
De tanto destrozo

Alejandro Field

Alejandro Field es miembro de la Mesa Interreligiosa del Conurbano Norte de la Coalición Cívica y uno de los conductores del programa radial "De espectadores a actores ".

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Miércoles 30 de diciembre

Cómo la teología puede ayudar a salvar el mundo del cambio climático

¿Qué dice la Biblia sobre el cambio climático? ¿Qué ideas teológicas pueden ofrecer las iglesias al mundo frente a una crisis ecológica sin precedentes?


Estas preguntas, planteadas en un seminario sobre "La creación y la crisis climática" al que asistieron representantes de iglesias durante la cumbre de la ONU sobre el clima en Copenhague, parecen hoy aún más urgentes luego del fracaso de la cumbre que no logró producir el acuerdo justo, ambicioso y jurídicamente vinculante que millones esperaban.

"No hay ninguna relación evidente entre el evangelio y el cambio climático", dijo Jakob Wolf, jefe del Departamento de Teología Sistemática de la Universidad de Copenhague, que copatrocinó el seminario junto con el Consejo Nacional de Iglesias de Dinamarca.

Sin embargo, como el cambio climático es consecuencia de la actividad humana, cae bajo el imperativo de los principios éticos, porque los seres humanos son responsables de sus actos. La exigencia ética de amar al prójimo se aplica aquí en cuanto que el "planeta Tierra se ha convertido en nuestro prójimo", dijo Wolf, y uno "vulnerable a la actividad humana".

Según Wolf, una visión teológica del planeta y de la vida que hay en él como creación de Dios les confiere un valor intrínseco, por lo que suscita "respeto y amor". "Cuanto más amemos la vida sobre la Tierra más dispuestos estaremos a actuar de forma no egoísta", subrayó Wolf.

Ésta es la contribución que la fe y la teología cristiana pueden aportar a la lucha contra el cambio climático: una motivación que es abarcadora, profunda y "mucho más vigorosa" que si se basara en "meros cálculos y frías obligaciones".

Esto es fundamental, enfatizó Wolf, porque la humanidad "tiene a mano todos los instrumentos" para adoptar medidas en relación con el cambio climático. "Lo único que falta es la voluntad."

No apocalipsis, sino esperanza

La biblista Barbara Rossing, profesora en la Facultad Luterana de Teología de Chicago, Estados Unidos, estuvo de acuerdo con Wolf en que "la Biblia no dice nada sobre el cambio climático". Pero ella cree que los cristianos pueden basar en la Biblia su respuesta a ese fenómeno.

El punto de partida de Rossing es la pregunta: "¿Dónde está Dios en esta crisis?" Ella rechaza la noción de que Dios castiga a la humanidad y cree, más bien, que Dios "se lamenta junto con el mundo".

Según su lectura del libro del Apocalipsis, "Dios llora por la tierra, no la maldice". Las famosas plagas no son predicciones, sino amenazas y advertencias, llamadas de alarma, proyecciones al futuro de las consecuencias lógicas de los actos humanos si no se cambia el rumbo.

Sin embargo, para Rossing, el libro del Apocalipsis no anuncia el fin del mundo, sino el fin del Imperio. Así pues, a pesar de las actuales pautas insostenibles de consumo y de una economía basada en el carbono, Rossing encuentra en él un mensaje de esperanza: "La catástrofe no es necesariamente inevitable; todavía hay tiempo para cambiar."

Esta "visión de esperanza para hoy" es una contribución esencial que la teología y la fe cristianas pueden aportar a los esfuerzos mundiales para afrontar el cambio climático.

La dimensión ecuménica del cambio climático

"De forma muy amenazadora e inquietante, la crisis del clima nos hace estar unidos como la humanidad una, como la comunidad una de creyentes, como la iglesia una ", dijo Olav Fykse Tveit, secretario general electo del Consejo Mundial de Iglesias (CMI).

"Estamos llamados a mostrar un signo de lo que significa ser la humanidad una, de lo que significa el hecho de que Dios ama al mundo entero", dijo Tveit. Cuando las iglesias se reúnen para ofrecer este signo, la lucha contra el cambio climático "nos une de forma muy especial: como iglesias, como creyentes".

El mensaje de que Dios ama al mundo y a cada criatura que hay sobre la tierra "ha sido el latido del movimiento ecuménico enfrentándose al cambio climático", dijo Tveit, recordando la larga historia de la preocupación del CMI por las cuestiones ecológicas.

En una perspectiva ecuménica, la preocupación por la Creación ha estado siempre vinculada a la preocupación por la justicia y la paz. "No se puede decir que éste es un planeta para algunos de nosotros", dijo Tveit, "es un planeta para todos nosotros".

Destacó también este aspecto Jesse Mugambi, de la Universidad de Nairobi y miembro del grupo de trabajo del CMI sobre el cambio climático. "El mundo es un mundo en el que todos estamos emparentados, pero hubo algún momento en que decidimos […] tratarnos unos a otros como extranjeros", afirmó.

Mugambi explicó que en África el cambio climático está causando ya graves sequías, por una parte, e inundaciones, por otra. Con la ayuda de mapas demostró que las partes del continente ricas en agua y tierras cultivables son también las zonas de mayor conflicto. Este conflicto "no tiene nada que ver con la etnicidad, está relacionado con los recursos", dijo.

Para Mugambi, la función de la fe cristiana y de la religión en general, por medio de sus líderes, teólogos y eticistas, es la de "hacernos volver a las normas" que puedan contribuir a afrontar un problema como el cambio climático.

"No hablamos de 'ayudar' a los países africanos", dijo Mugambi. "No es cuestión de 'ayuda', sino de la supervivencia de todos nosotros".

[tomado de http://www.oikoumene.org/es/novedades/news-management/a/sp/article//como-la-teologia-puede.html]

Juan Michel

Juan Michel es encargado de prensa del Consejo Mundial de Iglesias.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

martes, 29 de diciembre de 2009

Martes 29 de diciembre

La Justicia Restaurativa

Introducción

¿Qué es la Justicia Restaurativa? Es posible definir a la Justicia Restaurativa como una respuesta sistemática frente al delito, que enfatiza la sanación de las heridas causadas o reveladas por el mismo en víctimas, delincuentes y comunidades.


Aquellas prácticas y programas que reflejan propósitos restauradores:

1. Identificarán y darán pasos a fin de reparar el daño causado.
2. Involucrarán a todas las partes interesadas
3. Transformarán la relación tradicional entre las comunidades y sus gobiernos.

Algunos de los programas y resultados que, en general, se identifican con la justicia restaurativa incluyen:

* Mediación entre víctima y delincuente
* Reuniones de restauración
* Círculos
* Asistencia a la víctima
* Asistencia a ex-delincuentes
* Restitución
* Servicio a la comunidad

Tres principios sientan las bases para la justicia restaurativa:

1. La justicia requiere que trabajemos a fin de que se ayude a volver a su estado original a aquéllos que se han visto perjudicados.
2. De desearlo, aquéllos que se han visto más directamente involucrados o afectados por el delito, deben tener la posibilidad de participar de lleno en la respuesta.
3. El rol del Gobierno consiste en preservar el justo orden público; la comunidad debe construir y mantener una justa paz.

Los programas restaurativos se caracterizan por cuatro valores clave:

* Encuentro: Se crean oportunidades con el propósito de que víctimas, delincuentes y miembros de la comunidad (que deseen hacerlo) se reúnan a conversar acerca del delito y sus consecuencias.
* Reparación: Se espera que los delincuentes tomen medidas a fin de reparar el daño que hayan causado.
* Reintegración: Se intenta devolver a víctimas y delincuentes a la sociedad como miembros completos de la misma, capaces de contribuir a ésta.
* Inclusión: Se ofrece la posibilidad de que las partes interesadas en un delito específico participen en su resolución.

[tomado de http://www.justiciarestaurativa.org/intro]

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

lunes, 28 de diciembre de 2009

Lunes 28 de diciembre

Política y religión: distancia, no separación

¿Qué distancia o separación entre política y religión? ¿El creyente que actúa en política debe seguir exclusivamente sus principios? ¿Hasta qué punto debe obedecer a esos valores? Responden Jean-Yves Calvez y Antonio M. Baggio.


Mientras muchos se apresuraban hace algunos años a firmar la partida de defunción tanto de la religión como de la política, ambas realidades parecen estar hoy más vivas que antes. Claro que el panorama cada vez más amplio y plural desafía a una permanente búsqueda de espacios de diálogo entre estas dos dimensiones fundamentales de nuestra existencia. Reproducimos aquí una síntesis del rico debate organizado en Buenos Aires, a fines de julio, por Ciudad Nueva y el Movimiento Políticos por la Unidad. En este evento, dos politólogos, el sociologo Jean-Yves Calvez, jesuita francés, y el filósofo Antonio Maria Baggio, italiano, respondieron a las preguntas de quienes firman esta nota.

A lo largo de la historia, política y religión han tenido encuentros; y en la modernidad sobre todo desencuentros. Hoy resulta claro que estos dos ámbitos deben reconocer su mutua autonomía. Por otra parte, cuando esa distancia se transforma en divorcio, se verifica el empobrecimiento de ambas. ¿Por qué es necesaria, entonces, la autonomía y por qué es conveniente que no haya un divorcio?

CALVEZ: Hay que emplear con cuidado palabras tan genéricas, porque en todo caso el problema que más se ha verificado a lo largo de la historia es el de la proximidad y el distanciamiento entre autoridades religiosas y políticas. El problema concreto, en realidad, es el de la separación y la relación entre las autoridades. Hay una relación estrecha entre los valores políticos esenciales y los valores religiosos. La política es un lugar de entrega profunda, ocupa un nivel muy alto en nuestra existencia. Por eso hablo de una cierta trascendencia en lo político. En este sentido se trata de una esfera muy cercana a lo religioso. El doctor en Letras y Ciencias Humanas Claude Lefort, quien escribió sobre la relación entre democracia y religión, sostiene que en lo político hay una trascendencia, un lugar vacío que no pertenece a nadie y que no debe ser ocupado por nadie. Afirma que no hay democracia sin este nivel de apertura a algo superior. De lo contrario, se organizaría la sociedad de manera puramente positivista, sin poder responder a los deseos profundos de los hombres. Pero hay que establecer una distancia prudente con la autoridad política, ya que dispone de medios de coerción que no pueden ser usados cuando está en juego la conciencia. Las autoridades religiosas no deben aprovechar del poder político para cuestiones de conciencia o de doctrina religiosa.

BAGGIO: En el origen de la reflexión sobre la vida asociada, encontramos conceptos de naturaleza religiosa. Sobre esta base, las civilizaciones han construido la organización política y civil. En todas hay una cierta analogía entre el universo político y el universo religioso. Por lo tanto, la visión de Dios –que es una cosmovisión que confiere un orden–, influye sobre la política que construye una civilización. Cuando pensamos políticamente usamos conceptos religiosos secularizados. Esto puede crear una gran distancia, porque a veces la secularización ha insertado modificaciones profundas en ese pasaje de lo religioso a lo secular. Pero la raíz es la misma. Esta relación subsiste en toda el área indoeuropea. Una civilización que ve a Dios como un soberano, como un lejano patrón del universo, ¿cómo se va a organizar? Así como Dios manda en el cielo, el emperador mandará en la tierra. Todos los estudios sobre los antiguos imperios refuerzan esta idea. El cristianismo irrumpe con un paradigma completamente nuevo –aclaro que estoy sintetizando con trazos gruesos, sin presentar los múltiples matices–. El Dios cristiano en sí mismo comporta una relación entre pares, porque son tres personas distintas en la Trinidad. El concepto de la Trinidad es absolutamente nuevo y no hay categorías preparadas para poder interpretarlo, pues la humanidad todavía no ha desarrollado la idea de una diferencia en la igualdad. Se trata de algo tan grande que ni siquiera los cristianos logran encontrar una aplicación civil de esta revelación, ya que la consecuencia sería una sociedad en la cual las diferencias son igualmente posibles y apreciadas.

Hoy el legislador se enfrenta a dilemas delicados como el divorcio, el aborto, las uniones homosexuales, las diferentes morales sexuales, etc. Son temas sobre los cuales, desde su creencia, podría tener una determinada postura al respecto. Sin embargo, sucede a veces que la comunidad de la que es representante plantea otra visión. ¿Cómo se resolvería ese conflicto?

BAGGIO: Hay que evitar que una parte justifique imponer algo al todo. Si esto sucede, estamos en una dictadura. Creo que cuando un grupo religioso considera válido un principio desde el punto de vista civil, para fundamentarlo tiene que usar dos lenguajes. Uno interno, referido a su comunidad, con el cual se fundamenta recurriendo a las palabras de la propia revelación. Pero cuando se está en un parlamento, en el gobierno de la ciudad o en una discusión política, no se puede usar el lenguaje religioso. Si hay algo bueno en la idea religiosa, tenemos que poder expresarlo en un lenguaje común a toda la sociedad. La fe tiene que tener una relevancia pública también por los elementos humanos traducibles que contiene. Es decir, hay que encontrar argumentos basados en los derechos que la democracia protege.

CALVEZ: Estamos frente a una gran cantidad de materias y no es posible resolverlas en poco minutos; además, casi ninguna de ellas tiene una resolución universal porque, precisamente, son materias de portada política también. Y no existen dos sociedades políticas iguales. El bien común concreto depende de los aspectos históricos, de las características de un pueblo, de la diversidad de las pertenencias religiosas. Y esto hay que tenerlo en cuenta para ofrecer una solución viable en tales cuestiones. Aunque en una comunidad sean todos buenos católicos, o todos buenos musulmanes, no es razonable para la vida común que las leyes morales se impongan por ley, a través de la coerción. Al respecto, Tomás de Aquino es muy claro. Para él, la paz civil es un valor muy grande. Si imponer una norma moral crea una división civil total, una guerra civil, hacerlo es irresponsable, cualquier sea mi posición, de mayoría o de minoría.

En la actualidad aparece el tema de las convivencias civiles, que algunos pretenden equiparar a la familia. Quien sigue la moral católica no comparte la idea de que una mera convivencia, sea o no homosexual, se equipare a una familia. Sin embargo, es jurídicamente relevante que dos personas hayan convivido durante 20, 30, 40 años. Por lo tanto, una cosa es no considerar familia una unión que no lo es y otra cosa es negar efectos jurídicos a algo que constituye una praxis en la vida de la comunidad civil…

BAGGIO: En un orden democrático es bueno que el gobierno, el poder, ayude a todas las formas de solidaridad civil. Especialmente entre pares, horizontal, porque es muy buena para mejorar la solidaridad entre todos. Si un amigo y yo hemos compartido todo, nos hemos ayudado, hemos hecho sacrificios y hemos convivido haciendo esfuerzos para ayudarnos en la vejez, yo me preocuparía para que este amigo pueda recibir cuando yo muera los beneficios que obtuve en vida. Las leyes pueden contemplar esta forma de solidaridad, por ejemplo, prever la reversibilidad de las pensiones. Y no es necesario definir que mi amigo y yo somos una familia, es suficiente que el Código Civil lo permita. Por lo tanto, si la voluntad es realmente ayudar esta forma de solidaridad, que tiene muchos matices, se puede hacer fácilmente. Distinto es si se quiere entablar una batalla ideológica y pretender que sea familia una forma de convivencia distinta. Un Estado debe hacer referencia a su propio orden jurídico para definir qué es familia y qué no lo es. Hay Estados que tienen una Constitución que define qué es una familia. Si la comunidad nacional considera que esa definición ya no representa el sentir nacional, debe cambiarse esa Constitución, y aquí se abre un debate cultural.

¿Cómo se compagina la misión evangelizadora del cristiano con la necesidad de consenso? ¿Pueden estar en contradicción?

CALVEZ: Creo que distinguir es la solución para casi todos los problemas que nos planteamos en materia de religión y política. Hay que distinguir bien entre mis convicciones, que tienen que ser plenamente libres y que debo poder expresar donde me quieran escuchar, y lo que es el trabajo político parlamentario como legislador. Tengo la responsabilidad de elaborar la mejor ley posible, y eso no necesariamente significa que corresponda en todo a mis convicciones, pero deberá ser la ley mejor posible para la comunidad concreta en la que vivimos. No hay contradicción: son dos puntos de vista distintos. Gobernar significa combinar, conjugar, entenderse, negociar. No creo que necesariamente el ideal sea recurrir siempre al voto, determinar todo por votación. Un buen presidente de comisión o de una asamblea es un hombre que rara vez apela al voto. Es, en todo caso, un hombre que busca el mayor consenso posible, que luego de haber escuchado a todos, pregunta si hay todavía alguien que no está de acuerdo en absoluto con esa solución, y si hay uno, le da la palabra. Y así, hasta que ya no haya nadie que levanta la mano para oponerse. Es lo que entiendo por consenso. Por cierto, esa resolución no corresponderá a lo que es lo mejor para nadie, pero es la solución política buena, porque lo "mejor" es siempre algo relativo. Refleja la imperfección del hombre, pero se trata de la perfección de lo político. Hay un cierto idealismo absoluto que no respeta la realidad.

Conviene apuntar siempre a los derechos humanos como punto de referencia…


CALVEZ: Creo que es fundamental apoyarse en los derechos humanos, cuyo origen es principalmente, aunque no de manera exclusiva, cristiano. Esto lo reconocen también figuras no cristianas. Juan Pablo II decía que los derechos humanos, en cierto sentido, son más importantes que la democracia. No porque la democracia no lo sea, sino porque está incluida de alguna manera en los derechos humanos. Pero, claramente, hay niveles distintos. La vida y la muerte son fundamentales, porque sin ellos no hay nada. Pero yo, más que la vida, propongo siempre la persona. No se ha dicho suficientemente que la Iglesia no defiende la vida de todo ser animado, sino el derecho de la persona a la vida.

Nota: Jean-Yves Calvez, S.J., es presidente del Foro Ecuménico Social, director del Departamento de Etica Pública del Centre Sèvres de París y profesor del Institut Catholique de París. Antonio M. Baggio es filósofo italiano.

[tomado de http://www.miradaglobal.com/index.php?option=com_content&view=article&id=947:politica-y-religion-distancia-no-separacion&catid=27:politica&Itemid=74&lang=es]

José María Poirier/Alberto Barlocci

José María Poirier es Director de la Revista Criterio:http://www.revistacriterio.com.ar/Alberto Barlocci Director de la Revista Ciudad Nueva: http://www.ciudadnueva.org.ar/v2/index.php

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

viernes, 25 de diciembre de 2009

Viernes 25 de diciembre

La deuda de sentido de la vida

Ha sido un año difícil. Demasiadas tormentas en las esferas públicas y privadas hacen bajar los brazos y perder motivos para vivir, trabajar y amar. Ojalá sea la Navidad el tiempo de reencontrar un rumbo para volver a ser justos y solidarios.


Llegamos nuevamente al mes de diciembre, otra vez estamos frente a las fiestas. Llega el tiempo de Navidad: árboles, villancicos, pesebres ... y muchos se preguntan ¿qué festejamos? ¿hay algo para festejar?

Fue un año difícil: dificultades económicas, mucha gente sin trabajo, la inseguridad de las calles se cobró muchas vidas ... junto a ello la droga, la corrupción. A nivel político y social hemos tenido también muchas dificultades para el diálogo, para entendernos, para hacer acuerdos ... Todo esto repercute también a nivel familiar, interpersonal ... No nos limita solamente la falta de medios económicos, encontramos también muchos corazones diezmados por la desesperanza; entre las personas está el miedo presente a salir a la calle, miedo a que los seres queridos no vuelvan, a las dificultades de hoy, pero también hay miedo por mañana. Miedo a que los hijos no reciban la educación adecuada, a no poder ofrecerles posibilidades a los jóvenes, a que no encuentren trabajo. Es así que descubrimos que, además de tener deudas económicas, en nuestro país estamos padeciendo una deuda de sentido.

¿A qué me refiero? A que todas estas adversidades pueden hacernos perder el norte, la dirección de nuestra vida. Ya no sabemos adónde vamos, y perdemos los motivos para vivir, trabajar y amar.

En el documento que los obispos escribimos en noviembre del año pasado, con motivo del Bicentenario de la Patria, decíamos: "La nueva cuestión social abarca tanto las situaciones de exclusión económica como las vidas humanas que no encuentran sentido y ya no pueden reconocer la belleza de la existencia". Esta es nuestra deuda mayor: la deuda de sentido de la vida. Hoy y siempre se hacen atractivas las ideas y las personas que sean capaces de devolvernos las razones para vivir, de darnos motivos para seguir luchando.

Los cristianos reconocemos en Jesús, que en esta Navidad vuelve a nacer en el pesebre de Belén, el gran sentido de nuestras vidas. Hacia Él confluyen todas las esperanzas y lo reconocemos como el único que es capaz de darle sentido aun a lo que no lo tiene, porque al hacerse uno de nosotros y atravesar el dolor y la muerte, renovó y le dio un nuevo significado a todo. Significado que nosotros creemos que nos será plenamente manifestado cuando termine nuestra peregrinación por este mundo. Por eso la Navidad es para nosotros una alegría tan grande, una fiesta tan importante.

Ahora bien, la venida de Jesús nos compromete en la transformación del mundo y de la historia: si Él se jugó por nosotros, esto significa que debemos jugarnos unos por otros, porque nuestra capacidad de recibir la plenitud total de la vida en el más allá se juega en el más acá: Jesús dice en el evangelio "lo que hiciste a tu hermano, a Mí me lo hiciste". La salvación definitiva que se concretará en la vida eterna comienza aquí en la tierra, generando justicia, paz, equidad, en la solidaridad y el respeto por todos. Sólo así se hace visible el sentido de la vida.

Dando un paso más, esto que digo para los cristianos, en coherencia con lo que creemos, lo pienso para todos, ya que todos tenemos en el corazón el impulso hacia la felicidad, la vida, la realización personal y comunitaria. Démosle a ese impulso el nombre que queramos, pero lo tenemos todos y es algo que se manifiesta con fuerza, tanto cuando está y se canaliza hacia la realización de nuestras metas, como cuando nos falta, ya que no podemos vivir sin un ideal, sin una estrella que nos marque el camino.

La estrella de Belén les indicó a los magos de Oriente (que no pertenecían al pueblo de los creyentes) dónde iba a nacer Jesús. Ellos, hombres abiertos y sabios, siguieron esa estrella y encontraron el sentido de su camino. Hoy, somos nosotros, los que estamos invitados a volvernos estrellas (humildes pero eficaces), que marquen el sentido del caminar de nuestra vida personal y de nuestra historia social.

¿Cómo lo haremos? Generando vínculos nuevos de pertenencia y convivencia y nuevos estilos de vida más fraternos y solidarios. Viviendo en la justicia y la equidad, favoreciendo la paz. Atendiendo especialmente a los menos favorecidos: a los pobres de cualquier pobreza, a los ancianos, a los enfermos. Dialogar, pertenecer, ser incluidos, ser escuchados y atendidos, ser justos y solidarios son acciones al alcance de todos.

Sólo si llevamos adelante esta manera de vivir podremos devolverle a nuestro pueblo el sentido de vivir y de luchar, y como argentinos podremos volver a levantar la cabeza y buscar la estrella que nos guíe en el camino. En esta Navidad, le pido especialmente al Señor por las personas que más sufren: los pobres, las víctimas de la droga, de la inseguridad, los inundados. Mi deseo en estas fiestas es que demos pasos firmes en este camino que nos señala la estrella de Belén. Le pido a Dios que nos ayude. Feliz Navidad para todos.

[tomado de http://www.clarin.com/diario/2009/12/24/opinion/o-02107380.htm]

Jorge Casaretto

Mons. Jorge Casaretto es Obispo de San Isidro, Presidente de la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina y Asesor Nacional de la Comisión de Justicia y Paz.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

jueves, 24 de diciembre de 2009

Jueves 24 de diciembre

Karl Barth

Karl Barth (Basilea, 1886-Basilea, 1968), es considerado uno de los más influyentes teólogos del siglo XX. Su padre, Fritz Barth, fue profesor de Nuevo Testamento e historia de la iglesia primitiva. Karl estudió en las universidades de Berna, Berlin y Tubinga. Profundamente afectado por el desastre que había significado en Europa la Primera Guerra Mundial, y desilusionado por el derrumbe de la ética del idealismo religioso, empezó a cuestionar la teología de sus maestros alemanes y sus raíces en el racionalismo y el historicismo. Su obra principal, Carta a los Romanos, se publica en Berna en 1919, y en 1922 reaparece una versión totalmente reformada que señalaba ya su orientación teológica futura. Fue profesor de la Universidad de Gotinga en 1921 y de la Universidad de Münster (1925). En 1930 fue nombrado profesor de la Universidad de Bonn, y a partir de entonces empiezan a aparecer los primeros tomos de su Dogmática eclesial. Pero en 1935 es separado de su cátedra por el Gobierno Nazi, pasando a ser profesor en Basilea, donde permaneció hasta su muerte.

En su obra y pensamiento, Karl Barth manifiesta una gran independencia. Su labor teológica lleva la impronta de un retorno a la Biblia, de un contacto vivo con los problemas actuales de la iglesia y la sociedad, y de una labor continua en contacto inmediato con el pueblo. Su doctrina está en constante evolución. En su trato con la Biblia, Barth descubre a Cristo como el centro de la Revelación. Su teología será cristología.

En 1934 escribió un ensayo (Nein! Antwort an Emil Brunner-¡No! Respuesta a Emil Brunner), en el que denunciaba a los antisemitas "Cristianos Alemanes", que intentaban pervertir el cristianismo histórico por medio de adaptar la teología a la nueva ideología nazi. Mientras el lema de éstos era "Cristo y Hitler", Karl Barth interviene decisivamente oponiendo el señorío absoluto de Cristo en su doctrina de la relación Iglesia-Estado. Desde la ascensión de Hitler al poder, Barth mantuvo una verdadera lucha por la iglesia. Contra los esfuerzos del régimen nazi de establecer una iglesia 'cristiana alemana', Karl Barth funda junto con otros (Dietrich Bonhoeffer) la llamada Iglesia Confesante como reacción vigorosa e indignante contra el régimen nazi. En 1934 tiene lugar el Sínodo de Barmen, cuya Declaración, preparada por Karl Barth, expresa la convicción de que el único modo de ofrecer resistencia a la secularización y paganización de la Iglesia en la Alemania nazi es adherirse firmemente a la doctrina cristiana.

Aunque era ciudadano suizo, Karl Barth no pudo ser inmune a la persecución; su rechazo a una alianza incondicional con el Führer le costó en 1935 la cátedra de teología en Bonn. Sin embargo, rápidamente le fue ofrecida la cátedra de teología en su ciudad natal, Basilea. Desde entonces hasta el final de la guerra, Karl Barth continuó luchando por la causa de la Iglesia Confesante, la causa de los judíos y la de los oprimidos en general. Después de la guerra, siguió manteniéndose muy interesado en la teología de su tiempo, y su autoridad y prestigio ejercieron una profunda impresión cuando dirigió su discurso inaugural en la Conferencia del Concilio Mundial de Iglesias celebrado en Amsterdam en 1948. También, años más tarde visitó Roma para seguir el Concilio Vaticano II (1962-1965), acerca del cual escribió con característica gracia y humor Ad limina apostolorum.

En 1957, el teólogo católico Hans Küng efectúa su tesis doctoral en teología en la Sorbona de París con el tema: Justificación. La doctrina de Karl Barth y una reflexión católica. En su autobiografía, Libertad Conquistada (Trotta, 2003), Hans Küng explica por qué elige para su tesis doctoral a Karl Barth:

"Ningún teólogo protestante de este siglo cuenta, por razón de su lucha contra el nazismo, con una autoridad más grande; ninguno con una obra más amplia y más profunda por amor de su ingenio y su incansable trabajo. Personalmente me siento ampliamente pagado por mi trabajo sobre la justificación de 1957: me aporta cosas decisivas para toda mi vida, para mi espiritualidad y mi concepción de la libertad del cristiano. No hay cosa más emocionante que conversar con una persona de su carácter, sabiduría y fe, de su humanidad y humor. De un golpe aparece en mi vida entera lo liberador y consolador de este mensaje que espero conservar siempre: la fe confiada del cristiano. Que al final y definitivamente yo sea justificado no depende de lo que decidan sobre mí mi entorno o la opinión pública. Tampoco depende de la facultad o la universidad, ni del Estado o de la Iglesia. No depende tampoco del Papa; y menos todavía de mi propio juicio. Sino de una instancia totalmente otra: del propio Dios oculto, en cuya misericordia puedo, a pesar de todo, yo, que no soy un hombre ideal sino una persona humana e incluso demasiado humana, tener hasta el final una confianza absoluta. "In te, Domine, speravi, et non confundar in aeternum", como se dice al final del himno Te Deum: "En tí Señor, puse mi esperanza; que no me vea confundido para siempre".

Desde la Reforma Protestante, nunca antes se había producido un acercamiento teólogico tan profundo como el que se produce en esos momentos entre dos teólogos de diferentes confesiones. Como el propio Hans Küng escribe: 'Aprendo que lo católico y lo evangélico pueden reconciliarse. Barth, al centrarse por completo, como evangélico, en Cristo, su concepción es precisamente por eso, como la católica, universal. ¡Es aquí donde reconozco la posibilidad de una nueva teología ecuménica acorde con la Escritura y con los tiempos!".

En una intensa oración a Dios poco antes de morir como humano, Jesucristo mismo oró con fervor para que sus seguidores 'fueran uno, así como tú y yo somos uno' (Juan 17). Mostrando que se tomaba esas palabras muy en serio, el talante ecuménico y conciliador de Karl Barth puede apreciarse en el siguiente escrito suyo:

"No existe ninguna justificación, ni teológica, ni espiritual, ni bíblica para la existencia de una pluralidad de Iglesias genuinamente separadas en este camino y que se excluyen mutuamente unas a otras interna y, por lo tanto, externamente. En este sentido, una pluralidad de Iglesias significa una pluralidad de señores, una pluralidad de espíritus, una pluralidad de dioses. No hay duda de que en tanto la cristiandad esté formada por Iglesias diferentes que se oponen entre sí, ella niega prácticamente lo que confiesa teológicamente: la unidad y la singularidad de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo. Pueden existir buenas razones para que se planteen estas divisiones. Puede haber serios obstáculos para poder eliminarlas. Puede haber muchas razones para explicar esas divisiones y para mitigarlas. Pero todo eso no altera el hecho de que toda división, como tal, es un profundo enigma, un escándalo". -Karl Barth, Ecumenismo y Liberación (Reflexiones sobre la relación entre la unidad cristiana y el reino de Dios). Paulinas, Madrid, 1987, 72.

[tomado de http://www.pensamientoycultura.com/barth.htm]

Esteban López

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Miércoles 23 de diciembre

La utopía posible - Ser capaces de imaginar la transformación del mundo

¿Creemos que sería posible un mundo donde la gente piense dos veces antes de votar, donde los gobernantes aprendan a pedir perdón al pueblo y a devolver fondos robados? ¿Pensamos que es posible un mundo de hombres y mujeres que se detengan a alimentar y dar techo a su prójimo, o a ofrecer una vida rica en afecto a los niños y adolescentes que hoy viven y mueren con pegamento y paco? ¿Imaginamos un mundo donde no hagamos separación entre la gente por su origen, color de piel, género o edad? Eso es lo mínimo que se le viene pidiendo al cristianismo desde sus inicios.


Hace pocos días me reencontré con una palabra que alguien había guardado en el baúl de los años '70. Reapareció, solita, sin anuncios ni presentaciones: utopía. Nacida de la pluma de Tomás Moro en el siglo 16, conserva un tufillo desanimante que suena a «ilusión» o a «la tierra de nunca jamás». ¿Por efectos de la domesticación religiosa? ¿Por las frustraciones setentistas? Lo cierto es que muchas narrativas de aquella época han quedado baldías de prácticas concretas orientadas al cambio social.

Además, la apología de las utopías podría ir a contrapelo de las preferencias del pueblo que, incomprensiblemente, hoy disfruta del terrorismo futurista. Sin excursos filosóficos, debo admitir que esta palabra me produce algo: mientras la gente siente encontrarse al borde de un agujero negro, a punto de ser absorbida y aniquilada, en cambio, yo presiento que estamos pisando el umbral del mundo nuevo. Si los años '90 fueron críticos, la primera década del siglo 21 está hoy más rancia y saturada de discursos religiosos, políticos y económicos inconducentes.

Pero creo que lo mejor está por venir. Acepto, claro, que debo sonarle a usted como un fantasioso. Pero permítase el lujo de imaginar conmigo, y con Albert Einstein, que afirmaba «la imaginación es más importante que la sabiduría». Que una frase de esta talla venga de un científico que comprendía muy bien el propósito de la racionalidad, no es poca cosa.

El judaísmo antiguo, durante el período intertestamentario, identificaba al Espíritu divino con la sabiduría (heb. hokmah), probablemente con algún nivel de influencia del concepto griego sofía. No obstante eso, una tradición más antigua que ésta señalaba al Espíritu de Dios como generador de creatividad e imaginación para el arte (Éx 31.1-6). Según esta tradición, la sabiduría y la capacidad inventiva del ser humano tienen una fuente común: el Espíritu divino. Se me ocurre que tener temor a imaginar es casi como tener miedo del Espíritu que sostiene al universo.

El asombro que produce una afirmación de esta clase conduce a un segundo nivel de preocupación: ¿será posible —en términos del epistemólogo Thomas Kühn— hacer experimentos imaginarios? ¿Y si esos experimentos imaginarios nos llevaran a tramar un mundo tan distinto de éste que, habiendo consonancia con el deseo y la guía del Espíritu, fuera perfectamente realizable?

La imaginación no es simplemente la evanescencia del pensamiento, un inútil «vaporcito» del cerebro. La imaginación es la fuerza que impulsa la creatividad. Y la creatividad produce cambios concretos. No está nada mal pensar que la creatividad sea hermana de la fe, pues desde tiempos inmemoriales la gente avanza por la fe detrás de promesas divinas y de las intuiciones que le crecen en el corazón.

¿Cómo se imagina los próximos diez o veinte años, o tal vez el próximo siglo? ¿Ve un mundo de ciencia-ficción inflamado en guerras y hambre, poblado por gente famélica vestida con trapos, y mucha tecnología al alcance de cualquiera? (¡Si, ya lo sé, es una figura fílmica!). En verdad, no imagino un mundo sin dolor; lo acepto como parte inextricable de la vida, como un inevitable dato humano y, por eso, condicionante para la vida. Pero quiero imaginar un mundo donde se lucha contra la usura, el hambre o el crimen, y la gente que busca a Dios yendo a la cabeza de esa lucha.

¿Cree que sería posible un mundo donde la gente piense dos veces antes de votar, donde los gobernantes aprendan a pedir perdón al pueblo y a devolver fondos robados? ¿Piensa que es posible un mundo de hombres y mujeres que se detengan a alimentar y dar techo a su prójimo, o a ofrecer una vida rica en afecto a los niños y adolescentes que hoy viven y mueren con pegamento y paco? ¿Imagina un mundo donde no hagamos separación entre la gente por su origen, color de piel, género o edad? Eso es lo mínimo que se le viene pidiendo al cristianismo desde sus inicios.

Yo espero un mundo signado por la Vida, donde la religión será un asunto felizmente secundario porque Dios se habrá hecho tan cercano en las obras de los cristianos, que la vida de Jesús será «hablada» a través de la vida de la gente. Un mundo donde la religión no será un tema central, porque aún sin ella habrá gente haciendo cosas «de» Jesús. Espero un mundo de campos fértiles y cielos limpios, sin tóxicos, ni cáncer, ni virus de laboratorio. Y todo en consonancia con la esperanza vislumbrada por Juan, el apóstol, en la isla de Patmos.

Imagino también que la iglesia aceptará gentilmente la invitación a transitar ese camino junto al resto del mundo habitado, como hermana de su prójimo. Nunca más un cristianismo indiferente a los reclamos y a sus deudas pendientes con la sociedad. Al fin, un futuro en el que toda rodilla que se doble amablemente ante el Dios de Jesús, lo hará con gusto y sin la proverbial violencia religiosa que caracterizó a gran parte del cristianismo hasta el presente.

Para que el reino de Dios sea un programa inclusivo, hay que trabajar inclusivamente. Para que la «Nueva Jerusalén» ocurra, hay que trabajar; irrumpirá desde arriba porque habrá un abajo fértil. Hay quienes suponen que si el cambio social ocurre, éste no implicaría la necesidad del cambio interior en niveles más profundos de la vida humana que denominamos espirituales, y que por eso no sería integral. ¿Sería posible esto sin aquello? Estamos confrontados con el hecho de que el cambio en las relaciones sociales se produce cuando, simultáneamente, algo también cambia interiormente en las personas. Y eso merece una apuesta de confianza en la obra del Espíritu, que no sólo ha sido dado a la iglesia sino que trabaja en todo el universo desde antes que el tiempo fuera tiempo.

Hay una demanda urgente de que la iglesia sea instrumental al deseo del Espíritu. Pero debemos esforzarnos más si queremos demostrar la tesis de la iglesia como «agente acelerador del cambio social». En la mayor parte del mundo occidental esta tesis no parece haber sido comprobada. Sin embargo, el cambio podría remitirse a una tarea del Espíritu en la historia involucrando a todos los seres humanos.

La transformación integral de la sociedad es un programa ambicioso que requiere de personas capaces de imaginar (cosa peligrosa, si las hay). De lo poco en que la Inquisición estaba cierta fue en su noción sobre la imaginación: al prohibir El Quijote y las novelas caballerescas afirmaba que «frecuentemente la imaginación conduce a la rebelión» (léase por rebelión la capacidad de pergeñar mundos distintos a los oficialmente impuestos).

Debemos irnos habiendo intentado que este mundo sea mejor. Personalmente, al fin aprendí lo que quiere decir la palabra utopía: un lugar que no existe a menos que comunitariamente lo construyamos para llegar a él, donde los «cielos nuevos» y la «tierra nueva» sean posibles en colaboración y servicio entre Dios y las personas que le esperan (de otro modo no será sino una oportunidad nueva, puesta en manos de la misma gente indolente).

Aún está por verse la capacidad de las iglesias para convertir la teología privada en teología pública, es decir, encontrar un verdadero ángulo de incidencia no-religioso que demuestre que el evangelio tiene algo que decir sobre lo cotidiano, y que ese decir no apela sólo a lo íntimo «espiritual» sino también a lo social. Para identificarse con las luchas populares, con los procesos de pacificación, con asociaciones para el bien común, con el debate sobre la violencia doméstica, o con los derechos humanos.

El caso argentino recuerda que, salvo limitados casos de cristianos que trabajaron en programas de derechos humanos a su propio riesgo durante la dictadura militar, los evangélicos carecieron de la fuerza de ánimo necesaria para trabajar en un «contra-proceso» de restauración social. Saludable habría sido, tomando ejemplos como el de las iglesias sudafricanas en su lucha para terminar con el apartheid, a las que el mismo pueblo les reconoció el derecho de ser interlocutoras válidas en la «Comisión de Verdad y Reconciliación». ¿Por qué? Porque a su tiempo habían acompañado a la sociedad negra que sufría la segregación.

Pero nunca es tarde para comenzar.

Si la iglesia secuestró el discurso sobre el reino de Dios —olvidando trabajar por Su Justicia— no sería nada extraño que, a su modo, la sociedad haya tenido que intentar el rescate en su limitada pero bien dispuesta y democratizada idea de utopía.

Si es así, esto exige mucha más responsabilidad de las iglesias en asumir su envío y misión trabajando por el cambio hasta donde les sea posible. ¿Usted qué opina?

[tomado de http://www.kairos.org.ar/images/revistaKairos/rk24-steinfeldg-utopia.pdf]

Guillermo Steinfeld

Guillermo Steinfeld es decano del Centro de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) de la Fundación Kairós.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

martes, 22 de diciembre de 2009

Martes 22 de diciembre

Política y fe: la polémica de Habermas y Ratzinger

Antes de ser Papa, Joseph Ratzinger mantuvo una discusión con el filósofo Jürgen Habermas sobre el papel de la fe en la construcción de un mundo más democrático. El análisis del debate que aquí se ofrece revela facetas poco conocidas de estos dos eruditos. Además, un comentario de los ensayos teológico-políticos de Ratzinger.


En enero de 2004 la Academia Católica en Baviera reunió al entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927) con el filósofo Jürgen Habermas (1929). La cumbre intelectual se mantuvo entonces en discreta reserva. Personalidades de amplia influencia en mundos muy distintos —el reino vaticano en un caso, la república académica en otro—, ambos son alemanes de una generación que, muy joven, participó del colapso bélico del Tercer Reich.

Maestros de vasta experiencia si bien, por así decir, con libros opuestos, ofrecieron en esa ocasión su visión de las relaciones entre la religión y la política a comienzos del siglo XXI. ¿Pueden llegar a ser hermanas la fe y la democracia? ¿O bien persistirán en su añeja y mutua hostilidad? Más allá del resultado del encuentro, resulta claro que el ahora Benedicto XVI enfrentó con energía a su antagonista, sin dudas el pensador vivo más célebre tras la desaparición de figuras como Norberto Bobbio, John Rawls o Jacques Derrida.

Pensadores bajo otra luz

La conferencia de Baviera modifica algo del perfil convencional por el que son conocidos sus protagonistas. Es cierto que Habermas se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política. Pero a la vez —y esto es sorprendente en quien al pasar se define como indiferente, "sin oído musical para la religión"— insistió allí en la necesidad de contar con la fe para sostener la debilitada vitalidad de la conciencia democrática.

Ratzinger defendió por cierto una filosofía tradicional que tiene siglos detrás de él. En sus maneras, sin embargo, tomó distancia del perfil mediático que supo proyectar como guardián del dogma y purpurado ultramontano capaz de sostener que los políticos católicos pueden aplicar la pena de muerte pero jamás autorizar el aborto. En su Baviera natal adoptó el papel de polemista urbanizado. Se permite incluso un cortés comentario crítico acerca de una idea de Hans Küng, un teólogo cuya enseñanza combatió desde su implacable puesto institucional en Roma durante la era Wojtyla.

¿En qué creen los laicos?

Un problema de los laicos, comenzó Habermas, es que tienen dificultades para afirmar valores sin recurrir a los respaldos trascendentes o confesionales que pretenden negar. La secularización —vale decir, el proceso de replanteo en términos laicos del antiguo universo conceptual de la cultura religiosa— amenaza con vaciar el sentido mismo de esos conceptos que son también valores. ¿Cómo se justifican, por ejemplo, el derecho y el Estado? Esta pregunta fundamental para la política constituyó el centro de la discusión en Baviera. Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. La argumentación es la fábrica de legitimidad del sistema.

En esta visión, es el propio proceso democrático el que genera el imprescindible consenso hacia un sistema que pretende apoyarse no tanto en la represión que en el acuerdo más imaginario que real de sus integrantes. Una derivación importante es que el Estado democrático evita dar instrucciones sobre la felicidad o fijar orientaciones acerca del sentido de la vida. Es neutral, dice Habermas, respecto de las visiones del mundo. Sus ciudadanos pueden adoptar la que prefieran; son libres de pensar y actuar como quieran siempre que respeten la legalidad vigente.

Pero el verdadero problema —que, hay que decirlo, no empezó a preocupar a Habermas en el momento en que se encontró a debatir con Ratzinger sino mucho antes— se perfila ahora con claridad, pues ¿qué motivará a estos ciudadanos laicos, posmetafísicos, individualistas a participar en política o a sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común? La razón puede justificar, pero no basta para motivar, aclaró Habermas. Y es aquí donde halla un espacio para que la religión haga su aporte a la cultura democrática moderna con la que vive en disenso a la vez perpetuo y, según él, tolerable. Este tono desconcertó a los comentaristas. ¿El heredero de la tradición radical de Frankfurt, el defensor de la Ilustración y del progresismo se aprestaba ahora a un giro religioso ante un cardenal oscurantista?

Conocer y creer

Un sistema político, explicó el filósofo, no puede nutrirse del puro conocimiento o de la sola transparencia argumental en los debates. En el pasado, las convicciones republicanas fueron sostenidas por ideologías o pasiones (el nacionalismo, por ejemplo). Sin anclajes "pre-políticos", como los llama con elegancia, es decir, sin motores pasionales e irracionales, difícilmente alguien iría a la guerra o resignaría ganancias en aras de la igualdad. Un Estado no puede prescindir de valores altruistas ni tampoco imponerlos jurídicamente. La modernización, con su individualismo y su frialdad ante lo trascendente, puede llegar a disolver el cemento de la sociedad.

¿Cómo implantar una convicción solidaria eficaz con medios sólo racionales? En lo que Habermas denomina "post-secularización", la religión tiene un papel relevante para la formación de virtudes civiles; apuntala, no amenaza, a la modernidad secular. ¿Acaso los derechos humanos, hito de la civilización, no hunden sus raíces en la escolástica católica, comentó Habermas?

Cristianos y no creyentes deberían soportar la perpetua discrepancia sobre temas de sexo o familia. La razón, por su lado, ganaría en profundidad si reconociera en la fe un "potencial de verdad" que ésta sin embargo no puede demostrar por sus propios medios. La filosofía no debería enjuiciar a la fe con criterios estrictos de verdad o falsedad (cosa que hizo abundante e inútilmente en el pasado), sino cambiar de actitud y estimar lo que puede aprender de ella.

El cristianismo le parece a Habermas un aliado adecuado en la lucha contra el posmodernismo, enemigo común, pues, a diferencia de éste, no reniega de la racionalidad ni le atribuye a ella el origen de todos los males. Con todo, para Habermas sería preciso "desinfectar" de cierto irracionalismo remanente a las culturas no liberales, como las religiosas, para admitirlas en la ciudad. Pero, ¿qué queda de la religión después de esta profilaxis?

En su respuesta, Ratzinger sostiene que la racionalidad, único Dios que Habermas admite, también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Por un momento parece acercarse más que el propio Habermas a las ideas en las que éste se formó.

Cierta o no, su indirecta objeción es a la vez pertinente y popular (algunos la calificarían de populista, otros de mero lugar común) y contribuye a delinear la imagen final con la que el cardenal quiere identificar a su rival, la estrella intelectual. Aunque, a decir verdad, Habermas manifiesta la aspiración a convivir con la religión, la argumentación de Ratzinger intenta convertir al filósofo en una especie de fanático del racionalismo; un dogmático de distinto tipo.

Contra el relativismo moral

Ratzinger aprovecha las cartas que su antagonista deja sobre la mesa para elaborar su argumento utilizando un lenguaje menos técnico, algo que quizá constituya también una lección para progresistas. Sabe que ante un eventual auditorio no creyente llevaría todas las de perder y tiene que defender la noción de derecho natural, es decir, de una ley cuyo fundamento no es un razonamiento o el resultado de un debate sino que se deriva de una esencia "natural" de origen divino y revelada a los hombres, ¿Cómo hacerlo sin exigir que los demás participen de sus creencias?

El verdadero enemigo que obsesiona al cardenal se llama relativismo moral, sin dudas amplificado por el posmodernismo que Habermas deplora, pero no exclusivo efecto de éste, sino de la propia modernidad que el filósofo reivindica. Los valores firmes no surgen de los caprichos personales del individuo ni pueden fundarse siempre de manera racional o democrática. Esto último es claro en el ejemplo de los derechos humanos. ¿Acaso las mayorías que votaron y llevaron legalmente a Hitler al poder en Alemania hubieran consagrado la dignidad humana, arguye Ratzinger? Hay valores que se sostienen por sí mismos, sin necesidad de argumentos o consensos. No es sensato postrarse ante el fetiche del yo moderno ni el de sus mayorías. Estas no siempre tienen razón, dijo el cardenal el año pasado en Baviera.

La religión, afirma con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza incluso la dignidad de la persona. Si bien es preciso que el derecho vuelva a disponer de un fundamento trascendente deberá ser, por supuesto, uno racionalmente estructurado. Sólo así podrá combatirse el relativismo, enemigo común, que Habermas abomina sólo bajo la forma de posmodernismo. El filósofo había ofrecido su mano, pero el cardenal busca tomarlo del codo.

En efecto, Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos casi la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada ¿No había sido Habermas quien subrayó la genealogía católica de los derechos humanos, hoy venerados por todo el mundo globalizado (a excepción quizá de algunas diócesis meridionales)? Puesto que la metafísica confesional —la fe— no puede limitarse a ser un mero correctivo para el vacío del mundo moderno que ha diagnosticado Habermas porque es su única verdad sustancial y ha sido relegada. Si la necesidad de un más franco regreso a la fe asusta a los progresistas como Habermas por sus peligrosos núcleos irracionales, ¿por qué se muestran tan poco alterados por las atrocidades de la razón, empezando por la bomba atómica y pasando por su desprecio a las culturas distintas, cuya religiosidad, sostiene el cardenal, el propio Vaticano respeta y estima?

¿Liberales o católicos?


Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina —por el momento y para su propio mal— el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe —los padres de la iglesia, dice el cardenal, lo enseñaron hace ya muchos siglos— son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal.

La lucha de Habermas contra el posmodernismo, deja entender el cardenal, lo terminará arrastrando hacia la intolerancia cultural. Después de todo, no sólo París es la capital de la diferencia. También el Islam, el modo de vida de la India o las sensibilidades nativas de Latinoamérica tienen sus propias visiones no coincidentes con las del Occidente racionalista, la mayor cultura operativa a nivel global.

Para Ratzinger, y en ello se adivina el intento de una estocada final (¿populista?), la modernidad que Habermas defiende debería aprender a modular sus pretensiones de universalidad tomando lecciones de la tradición católica. Esta tradición no sería menos firme pero sí (al menos en teoría) menos absolutista o paranoica que la modernidad laica. Si ésta no modera su ciega arrogancia, lo pagará caro. Y ya lo está pagando, insinuó en Baviera el hombre que sería Papa.

[tomado de http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2005/05/14/u-975169.htm]

José Fernández Vega

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

lunes, 21 de diciembre de 2009

Lunes 21 de diciembre

Cristianismo y laicidad

Selección de algunos párrafos del libro de Martin Rhonheimer, "Cristianismo y laicidad: Historia y actualidad de una relación compleja sobre distintos temas".


La esencia de lo que denomino "concepto político de laicidad" puede definirse como la exclusión de la esfera política y jurídica pública de toda normatividad que haga referencia a una "verdad" religiosa –justamente en cuanto verdad-; lo que trae consigo la neutralidad e indiferencia pública respecto a cualquier pretensión de verdad en materia religiosa. En materia de religión, un Estado laico no utiliza criterios de verdad, sino que trata a las religiones aplicando criterios de justicia política, que incluyen imparcialidad y neutralidad (p.115-116).

La coexistencia entre la Iglesia y el Estado laico

Más que introducirse en el Estado constitucional democrático, sometiéndose a la lógica de su organización política y jurídica, la Iglesia quiere coexistir con ese Estado, conservando su propia identidad, su libertad organizativa y su independencia. (…) Ahora bien, esa "coexistencia" con el Estado laico y esa presencia pública independiente no puede implicar una especie de interferencia con las instituciones estatales o incluso de oposición a su legitimidad. Es más, si la Iglesia actúa en la vida pública y ejerce, conforme a su autocomprensión, la tarea de maestra de humanidad y de moralidad, debe hacerlo siempre en pleno respeto a las normas del Estado laico, al que ella misma reconoce como un "valor adquirido" que "pertenece al patrimonio de civilización alcanzado" en la sociedad moderna. (…)

A fin de evitar cualquier "hipertrofia magisterial", la Iglesia debe tomar conciencia una y otra vez de su específica misión y de su finalidad sobrenatural, limitándose a intervenir en aquello que, en la perspectiva de la dignidad del hombre y de su destino eterno, sea para ella realmente "innegociable" (p. 143-144).

Iglesia libre en Estado libre

El Estado –esto es, el proceso político– debe hallarse libre de constricciones institucionales por parte de la Iglesia. Y esta última ha de reconocer una libertad política que no está vinculada a formas de coerción dictadas por el poder espiritual de la Iglesia o de cualquier otra instancia religiosa.

En sentido inverso, la Iglesia debe gozar de la libertad de decir lo que considere oportuno a quienes ostentan el poder y a los ciudadanos, que en las democracias modernas son también ostentadores del poder. De esta forma, la Iglesia, con la autoridad que le es propia, ejerce un influjo en las conciencias de los ciudadanos. Cierto es que, en una democracia moderna, esa palabra influyente puede constituir un auténtico poder, pero no de tipo coercitivo, sino moral y cultural. Dicho poder sólo puede negárselo a la Iglesia un Estado que quiera erigirse en fuente última de valor, rectitud y justicia, por erigir en valor absoluto la relatividad y disponibilidad política de todos los valores y no tolerar junto a él ninguna voz capaz de relativizar su pretensión (p. 161).

El integrismo laicista

La laicidad integrista pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también –en un sentido comprensivo– como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (p. 127).

Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad. Es decir, tiende a excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder. La laicidad de este segundo tipo, en efecto, no sólo combate a la religión, sino que se arroga una especie de "exclusivismo político", en el sentido de que, en el discurso político, sólo acepta como criterio de moral y de justicia a aquellas instancias laicas que se hallan sometidas al control del proceso político, y en la medida en que forman parte de él: un proceso que, como es obvio, será idealmente democrático y, por tanto, estará regulado por el principio de mayoría (p. 121).

La laicidad integrista ve en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo del carácter laico del Estado. Y lo que es todavía más importante: ve en el fenómeno religioso un enemigo de la autonomía "laica" de la conciencia de los ciudadanos. La laicidad integrista viene a ser, pues, una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa –y de instituciones como la Iglesia católica–, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad (p. 123).

Posturas católicas y laicas

La defensa alarmista de tal "integrismo laicista" contra las presuntas "intromisiones" de la Iglesia –o de los católicos– no constituye en realidad más que un juego de propaganda y de poder político. ¿Por qué? El quid reside en el simple hecho de que, a pesar de que también los "católicos" –y la Iglesia misma– proponen políticas y legislaciones que resultan sustancialmente justificables conforme a una razón pública laica, los "laicos" se empeñan en considerarlas "no laicas"; y, por tanto, tampoco generalizables, ni aptas para ser impuestas mediante el proceso democrático. ¿Y por qué dicho empeño? Pues únicamente porque son planteadas por "católicos" o, como a veces sucede, son defendidas oficialmente por la Iglesia, motivo inmediato para cargar pesadamente con el baldón de ser posturas de tipo "religioso".

Así las cosas, en diversas ocasiones, la defensa del carácter laico del Estado por parte del "integrismo laicista" se reduce a rechazar de entrada un verdadero debate público sobre los argumentos proferidos por ciudadanos "no laicos" o por la Iglesia (p. 125-126).

Lo que exige un punto de vista laico no es acallar a la Iglesia y su voz, que habla en nombre de una verdad superior, abrazada por muchos ciudadanos, sino someter la acción de la Iglesia en la escena política pública a las reglas comunes, políticas, civiles, válidas para todo actor en la esfera pública; dejándole, eso sí, plena libertad para expresarse y hacer valer sus razones en el debate político (aun cuando con esto ejerza un verdadero poder, en el sentido de una autoridad espiritual que, según los casos, será más o menos reconocida y seguida) (p. 130).

Al laicismo integrista le resulta difícil argumentar, además, que las posiciones católicas en el ámbito de la política matrimonial o familiar y en el campo de la bioética puedan considerarse incompatibles con un punto de vista "laico". Y le resulta difícil, sin ir más lejos, por el hecho de que muchas posturas "católicas" actuales en dichos asuntos eran, hasta hace escasos decenios, generalmente compartidas también por "laicos"; y todavía hoy lo son en parte. El estatuto privilegiado de las uniones heterosexuales, llamadas "matrimonio", ordenadas a la reproducción y perpetuación de la sociedad, así como el rechazo a conceder tal estatuto a las uniones de personas del mismo sexo, formaba parte de la normalidad en los Estados laicos del pasado reciente; y no porque estos Estados fueran víctimas de presiones eclesiásticas, sino porque se consideraba políticamente justo que fuese así. En su día, pues, la equiparación de las uniones de homosexuales con el matrimonio entre varón y mujer resultaba inaceptable por motivos puramente "laicos".

Los laicos del pasado también veían en el aborto, por ejemplo, una praxis que, por principio, en el orden jurídico debía considerarse un delito: la protección del concebido fue una novedad de las grandes codificaciones de la era de las luces y del desarrollo de la embriología a finales del siglo XVIII. En materia de derecho natural, por tanto, no resulta posible identificar, en lo referente a los contenidos, las posiciones que en sí mismas serían "laicas" o bien "católicas", de tipo confesional y, por ello, incompatibles con la laicidad del Estado (pp. 151-152).

Doble identidad del cristiano en el Estado laico

El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar "secularidad cristiana". "Secularidad cristiana", según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad –y de una comunidad internacional– cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente –con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica– esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano (p. 187).

La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de "identidad diferenciada" o "doble" como cristiano y como ciudadano (…) "Doble identidad" significa la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales y, con ello, afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad y necesitadas de cambio. Por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó "cultura de la muerte" (p. 188).

"Doble identidad" significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien y, por tanto, a apoyar a instituciones políticas como legítimas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la racionalidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (pp. 188-189).

La antes mencionada "doble identidad" como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero ello en un mundo secularizado y de un modo secular. (p.189).

El verdadero "poder" del cristianismo y de la Iglesia reside, a día de hoy, en la acción de los fieles cristianos que, con la conciencia cristianamente formada, actúan como "sal de la tierra" y "luz del mundo" en el seno de la sociedad, en todos los ambientes. Un proyecto de nueva evangelización no debe, por eso, abolir los fundamentos de la moderna laicidad del Estado (p. 158).

[tomado de http://www.cope.es/religion/19-12-09--cristianismo-laicidad-seleccion-mejores-textos-sobre-religion-politica-117735-1]

Nota: Esta nota es un aporte al diálogo entre la fe y la política yno implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Podráencontrar esta reflexión, junto con las anteriores, en el blog El corazón de la política.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

viernes, 18 de diciembre de 2009

Viernes 18 de diciembre

Declaración sobre el Día Internacional de las Personas Migrantes

En 2009 el Día Internacional de las Personas Migrantes, 18 de diciembre, coincide con el cierre de la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático que se celebra en Copenhague, Dinamarca. Esta coincidencia nos recuerda que se estima que 25 millones de personas en todo el mundo han sufrido el desplazamiento forzoso de sus naciones y comunidades debido a los devastadores efectos del cambio climático.

Esta es una de las causas menos conocidas de la migración. Las personas migran y son desplazadas por varias razones: para escapar de los efectos de la guerra o de regímenes represivos y persecutorios, por ir en pos de mejores oportunidades económicas para sus familias o para mejorar sus oportunidades de vida. Se estima que cerca de un mil millones de personas se encuentran en movimiento dentro de sus respectivos países y fuera de ellos. De éstas, unas 200 millones de personas son migrantes internacionales (Informe sobre Desarrollo Humano, PNUD, 2009).

Cuando las personas migran atravesando fronteras o dentro de ellas, se embarcan en una jornada de esperanza e incertidumbre. Y en ese trayecto puede que sus derechos humanos sean violados reiteradas veces. Las personas migrantes son seres humanos cuyos derechos deben ser plenamente respetados.

La WACC (Asociación Mundial para la Comunicación Cristiana) apoya la comunicación de los derechos de las personas migrantes, de las desplazadas y refugiadas. Este respaldo lo realiza a través de proyectos asociados con organizaciones que trabajan en las cuestiones de migración. Una de estas asociaciones es la Asia Pacific Migrants Mission, una asociación regional establecida en Hong Kong que trabaja a favor de los derechos de las personas migrantes.

Su director, Ramón Bultron, comenta: "Las personas migrantes —especialmente las indocumentadas— están privadas de su derecho a la comunicación. En muchos países reciben trato de criminales y no se les reconocen sus derechos básicos. Peor aún, se encuentran bajo amenaza de arresto, detención y deportación como sucede en diferentes países de la Unión Europea debido a la recientemente aprobada política de Directiva de Retorno de la UE, así como las continuas campañas agresivas en Corea del Sur, Malasia y Japón."

En 2008 la asamblea establecida por la International Migrants Alliance (IMA) retomó el tema "Por mucho tiempo, otras/otros hablaron por nosotras/os. Ahora hablamos por nosotras/os mismos". Escuchar las voces de las personas directamente afectadas por la migración en lugar de las voces de organizaciones intermediarias hablando en nombre de las/los migrantes avanza, de alguna forma, en dirección a restaurar su dignidad. Otro asunto importante es el discurso sobre migración y desarrollo entre aquellos que ven la migración como una estrategia económica para el desarrollo en medio de la crisis económica mundial.

La WACC hace un llamado a las organizaciones y redes dedicadas a la comunicación para que participen y aseguren que se escuchen las voces de las personas migrantes, de las refugiadas y desplazadas. Urge a las y los profesionales de los medios para que garanticen que las personas migrantes y sus necesidades sean representadas y se informe sobre ellas de manera justa y equilibrada, consistente con su derecho a manifestarse y ser escuchadas.

[tomado de http://www.waccglobal.org/component/content/article/2085:wacc-statement-on-international-migrants-day.html]

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

jueves, 17 de diciembre de 2009

Jueves 17 de diciembre

¿La Ética primero? O las incertidumbres de la política

El 17 de noviembre del 2000, Mons. Jean Louis Brugues, obispo de Angers, pronunció el siguiente discurso, con ocasión de la apertura del año académico de la Universidad Católica del Oeste.


Estoy feliz de recibirlos con motivo del 125 aniversario de la creación de la Universidad católica del Occidente, ya que ustedes han respondido en forma tan numerosa y con solicitud a nuestra invitación.

Una cuestión, una hipótesis. Permítanme presentar una cuestión, una simple cuestión:

¿En este final de milenio, en qué se ha convertido la política, en la res publica?

La hipótesis que yo les propongo es la siguiente: la ética y la política, así lo sugiere la historia de estos últimos siglos, más que la consonancia de los términos, ¿no serán ellas dos gemelas surgidas del mismo huevo, el del destino humano, y nacidas del matrimonio del bien y de la necesidad?

La primera, la ética – ¿pero será la primera?, respecto a los gemelos, la primogenitura siempre es algo problemático – la ética, pues, vendría más bien de parte del padre que, como se dice un poco soñador, espera del cielo el signo decisivo a fin de convencer a los hombres de mantenerse en pie y comprometerse por los caminos de la generosidad. Muchas veces se ha definido la ética como la ciencia del buen actuar.

Su hermana, la política, siempre se ha visto a lado de su madre. Como la necesidad, ha puesto sus pies en la tierra y se presenta con gusto como la que vela por los intereses de la Ciudad, preocupada por poner orden ahí en donde tantas razones, pasiones, inclinaciones invitan a dejar las cosas como están o a la negligencia. La política es la guardiana de la convivencia común.

En realidad, las dos hermanas tienen algo de sus dos padres. ¿Qué sería una ética que ignorara las necesidades humanas del corazón y del espíritu, del cuerpo o del alma? Santo Tomás explicaba que en moral, se necesita partir del principio de aquello que se hace. La Ética parte, pues, de las costumbres, y es por eso, precisamente, que puede llamarse moral.

¿Qué sería de la política que no pusiera sus ojos en la utopía y, dedicándose al bien de los demás, no buscara despertarlos a los deberes de la buena convivencia común? La política se pone, pues, a soñar, como su padre, en un reino de `justicia y de paz'.

Así pues, la ética y la política comparten la misma herencia, algo común familiar: el obrar de los hombres.

Una historia de familia
Se puede ser gemelos, y gemelos muy listos, y soñar en otras relaciones. Llega un momento en que nuestras hermanas tratarán además en el regazo familiar, contraer nuevas alianzas. Hace tiempo, la ética miraba hacia la religión. Ella creyó apoyarse sobre su antigua sabiduría para fundamentar y justificar las normas y los principios de los que los hombres tenían necesidad para guiar su existencia; pero, recientemente, precisamente con Kant, ella opta por su autonomía y decidió ya no apoyarse sino en ella misma.

Hace tiempo, también, la política volaba con la filosofía: ¿acaso Platón no quería confiar el gobierno de la Ciudad a los filósofos, quienes, porque habían logrado elevarse hasta los dominios de las ideas puras, reinarían con la más grande prudencia? Luego, los frutos recogidos de esta alianza, quiero hablar de ideologías, le parecen demasiado verdes; la política se separa entonces de la filosofía y cree poder conducirse por ella misma.

Nuestras dos hermanas se encuentran solas, condenadas a ocupar un espacio estrecho, demasiado estrecho. Su `convivencia' conoce etapas. Hubo conflictos y guerras abiertas, seguidas de períodos de tregua. En las buenas familias, no hay separación. La paces tienen armas. Las gemelas tratarán de respetarse siempre; en realidad, su rivalidad no disminuye nunca.

Es una historia tan vieja como el mundo; la Biblia habla abundantemente de ello con Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos. Bajo la apariencia de una mutua estima, cada una sueña de suplantar a su gemela.

En esta historia familiar, en una palabra la nuestra, dos datos merecen nuestra atención, me parece, dos datos separados por dos siglos precisamente. 1789 – 1989: hay en la exactitud de este espacio una razón suplementaria que da qué pensar.

Libertad, Igualdad, fraternidad

1789. Acordémonos: Francia estaba embarazada de la República y, en la toma de la Bastilla, el niño le daba patadas a su vientre. Quizá hoy no se mide con profundidad la novedad radical del acontecimiento. Abandonadas las milenarias tutelas, los pueblos aspiran a un mundo nuevo, todavía más nuevo que los Estados Unidos de América nacido hace unos años.

Se trataba de construir una sociedad como nunca antes se había concebido, pero que había sido presentida por grandes visionarios como fueron Locke y Montesquieu. Se trataba de superar los sueños más locos porque contentarse con realizarlos sería demasiado simple y demasiado común.

El acontecimiento se convertiría en un acontecimiento. En una palabra, la política creyó sobreponerse a su eterna rival. Imaginó una de aquellas argucias geniales como les gustaba a Hegel.

El primer acto de la joven República era un reflejo de apariencia aristocrática. Se da un lema. Como en las familias bien nacidas, ella quiso reconocerse y hacerse reconocer, sobre todo, en un emblema, versión moderna de los escudos de otros tiempos. Se presentaba, en primer lugar, como un homenaje a la ética, su hermana: libertad, igualdad, fraternidad. Ninguno de estos conceptos parecía pertenecer a la política.

La república quiso reunir en ellos lo mejor del esfuerzo de los hombres de buena voluntad, a través de los siglos, a través de milenios, para dar testimonio del bien. Se hizo heredera de Atenas, Roma y Jerusalén.

Tampoco demasiado: de este orden griego, de esta medida, de esta armonía original de donde nacen los más altos valores de verdad, de bien, de belleza, salta una clara razón capaz de horadarla y confundirla. Se llama libertad: de ojos claros, azules o verdes, dudando entre el cielo y la tierra, escruta los mil misterios del mundo.

Comparte las responsabilidades, busca un bien común a todos, solidaridad y comunidad por naturaleza: la nueva Francia, después de Roma, pretendía formular las bases misma de la igualdad.

La primera República no era anticristiana, por lo menos en sus inicios. Conocía las Escrituras. Del Evangelio concluye que los hombres deberían tratarse como hermanos.

El reino absoluto de la política
El genio de la astucia consistía en esto: bajo la apariencia de rendir un homenaje apoyado en la ética, la política le significaba su despido. El homenaje simulaba un adiós o más precisamente un doble adiós: al pasado, en primer lugar, ya que la humanidad entraba a una nueva era, y luego a la ética y sobre todo que, demasiado adulada, no midió el momento de su profunda decadencia.

A partir de 1789, la política ocupó todos los sectores del obrar humano y pretendía reinar ahí sin compartir.

Durante dos siglos, la política se dedicó a convertir la libertad en libertades publicas. Nadie se atrevería a negar los progresos reales en humanidad que aportó el nacimiento de estas libertades, pero en el tránsito del singular al plural, la política se otorgaba el derecho de reglamentar, de limitar, hasta de suprimir, según la necesidad – ¡siempre ella! -, lo que por naturaleza no soportaba alguna coacción. Desde este derecho, regímenes poco preocupados por la moral, por tanto por la libertad, la utilizaron, y abusaron.

Bajo el pretexto de hacer reinar la igualdad entre los individuos y entre los pueblos, la política de estos siglos despóticos, según la justa apreciación del poeta Ossip Madelstam, impuso el principio absoluto de la ley del más fuerte: ley de bronce del mercado, mientras que una improbable «mano invisible» debe restablecer la armonía de los intereses; ley mucho más dura que las nacionalidades que provocó en nuestro continente las guerras más sangrientas de todos los tiempos; ley de real politik, tan querida por el canciller Bismrack y teorizada por Maquiavelo y Hobbes, que sacrifica sin muchos remordimientos la inocencia y la verdad sobre el altar de la razón de Estado; en fin, ley de la desigualdad que edificó Auschwitz o de la desigualdad de clases que hizo posible construir los «gulags» de Rusia y de China.

No he hablado de fraternidad, por esta razón: este valor eminentemente ético, eminentemente cristiano, no se puede aclimatar a la política. Se hubiera necesitado recordar la figura del padre para que todos los hombres se reconozcan hermanos. Pero, el padre había sido asesinado en 1793, y su lugar quedó vacío definitivamente.

Los dos últimos siglos han conducido a la política a su cenit, que logró imponer en 1968 este explosivo slogan: Todo es política.

Sin embargo, desde entonces su ruina se anunciaba en su triunfo.

La revancha
La ética es una buena hija y yo le reconozco muchas veces un candor culpable. Ella terminó por aburrirse sentada en las sacristías o en las cátedras universitarias de tercera categoría a donde la había relegado su hermana.

Perdió toda consideración social. Al grado que en los años '70, ningún político se hubiera permitido hacer referencia por temor de verse anticuado o reaccionario. ¡Cómo! ¿todavía existe? me preguntaba un periodista cuando supo que yo enseñaba moral.

La ética fue tratada como paria de la filosofía, de la teología y de otras ciencias humanas. Ella se resiste. Las rebeliones de los débiles son, las más de las veces, las más terribles.

La ética también toma sus argucias, y lo hace de una manera tan genial como su hermana.

El muro que, en Berlín, el 9 de noviembre de 1989, exactamente hace once años, voló en pedazos ante el asombro de un mundo sorprendido, era aquel de la toda poderosa política que había marcado lo importante de las familias, de los países. Nos hace falta un alejamiento histórico para medir la importancia de este acontecimiento. Aquí yo propongo la hipótesis que aquello fue decisivo y que el acontecimiento marcó el regreso ofensivo de la ética.

Desde hacía unos años, había tratado de sustituir la antigua trilogía por una especia de triángulo mágico, según la expresión de Pierre Hassner, formado por la democracia, la responsabilidad y los derechos del hombre.

Esta nueva triade, cuyos términos tienen un fuerte sabor político, dado que el primero se remonta a la filosofía (Aristóteles hablaba ya de ella) y los otros dos al derecho, ¿no le rendían un homenaje a la política?

En realidad, en eso consistía su argucia, la ética las hizo inflar, hinchar y tomar tal volumen que estos tres conceptos terminaron por aplastar a su hermana, cuando se pensaba que la valorizaban y la regeneraban.

La ética comenzó por retirar toda esperanza a la política. La fuerza simbólica de esta gran momento histórico que representa la caída del muro de Berlín hizo creer que llegaba, al fin, la victoria universal de la democracia. Si ésta es el fin natural hacia el que tendían, o deberían tender todos los regímenes, su acontecimiento marcó, lo que el norteamericano Fukuyama llamaba el fin de la historia.

Lo mejor ha llegado, no queda más otra cosa qué esperar, solamente sus infinitas repeticiones. Y es así que la ética, llevando la democracia a su máximo, retiró a la política, para hablar como Ernst Bloch, su principio de esperanza.

El Acontecimiento de 1989 permite comprender el cambio de la reciente historia: el tránsito de un mundo resentido que ha llegado a su culmen y que ha terminado en un mundo condenado a la degeneración.

¿Exceso de celo?
Enseguida, la ética se dedicó a paralizar a su gemela dando a la responsabilidad dimensiones extravagantes. No se trataba más de concebirla como una imputación o como una paternidad del sujeto respecto a sus actos – lo que era así desde los Romanos -, sino de hacerla experimentar un cambio de jerarquías.

Según el principio formulado por Hans Jonas, nos debemos reconocer responsables de las decisiones que además comprometen, no de lo próximo o de lo inmediato, sino de lo más remoto en el tiempo y en el espacio.

¿No fue necesario pedir perdón por las faltas de los siglos que nos precedieron? Esta tumor condujo al descrédito de la acción política y a la moralización excesiva del lenguaje: «Más me siento responsable, menos me siento ciudadano. Menos me siento implicado en la vida pública, más busco regresar a conducirme según los preceptos de un código ético» (Olivier Mongin): tal podría ser el leitmotiv que atraviesa la literatura moral contemporánea, en la mejor de sus formas.

Falta dar el tiro de gracia. La ética se sirve de los Derechos del hombre; hace de ellos no un principio ético, sino una cuestión política. Ningún reconocimiento diplomático, ninguna ayuda financiera, ningún intercambio comercial con los que no acepten, como condición, la escala de los derechos del hombre: bajo la coacción de la opinión y la amenaza de un nuevo derecho de ingerencia, numerosos Estados se encuentran reducidos a la impotencia.

Nadie se atrevería a negar que la democracia, la responsabilidad y los derechos del hombre no figuran entre los más altos valores del espíritu. El peligro reside en que estos se encuentran hoy recuperados por una ideología que pretende hacer política instrumentalizando la moral.

La autonomía política: es esto lo que está en peligro de desaparecer ante nuestros ojos. La ideología moral nos lleva a creer que Todo es ética, como se decía antes: Todo es política. Contrariamente a lo que mis palabras quizás dejan entender, la moral contemporánea no se ha engreído por exceso de humanismo o de confianza. Al contrario, está herida por el sentimiento de una profunda fragilidad humana (Olivier Mogin). Ella no se resigna a este mal radical, irreductible, irreprimible, que la obliga a considerar lo que hay de inhumano en lo humano. Este mal, ella lo llama – fíjense – política.

«Reconciliar la moral con la política»
Señoras y Señores, nos puede gustar el teatro griego y deleitarse con los magníficos horrores que pone en escena; ¿pero se puede dejar de ver a su propia familia, yo quiero decir la familia humana, transformada en descendientes de Atreo?

Después de estos dos siglos y al inicio de un nuevo milenio ¿acaso no es el momento, no de separar lo inseparable sino de enseñar a nuestras gemelas a vestirse de otra manera diferente, a redefinir su identidad y a amar su complementariedad?

Desde luego, esta tarea incumbe a todos. Incumbe un poco más, quizás, a la Universidad Católica del Occidente, y he aquí por qué.

El señor Mijael Gorbachov, eminente hombre político, acaba de pronunciar estas fuertes palabras que nos hacen reflexionar: «Hay que encontrar nuevas orientaciones a la acción política y todavía no tenemos otras llaves para el siglo XXI que la de la cultura, la fe y la no violencia. Reconciliar la moral y la política, tal es el desafío del siglo»

Cultura, fe, no violencia: ¿esta nueva trilogía será capaz de iniciarse ante nuestros ojos?

[tomado de http://es.catholic.net/empresarioscatolicos/464/997/articulo.php?id=17498]

Mons. Jean Louis Brugues, obispo de Angers

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar