Religiones y espiritualidad en un mundo en crisis económica
El Papa Juan Pablo II en su Encíclica "Centesimus Annus" fechada en 1991, en la que defendía una economía de mercado menos consumista, más equitativa y más humana, se expresaba en los siguientes términos: "A menudo la gente pierde de vista el hecho que el propósito final de la vida y la sociedad humana no son ni el mercado ni el Estado".
Puede que alguno se sorprenda de que inicie mi exposición sobre el punto de vista protestante ante la actual crisis económica, citando una encíclica papal. Lo más propio sería hacerlo con una referencia a Max Weber y una defensa de las virtudes del trabajo, del esfuerzo emprendedor y del libre mercado, conceptos que hunden claramente sus raíces en el calvinismo y la cultura de la reforma sobre la libertad cristiana y la responsabilidad individual.
Sin embargo, en un contexto en el que algunos parecen empeñados en hacernos creer que la actual crisis económica, y con ella todos los males que nos aquejan no son culpa nuestra, no tienen que ver directamente con nosotros, sino que son más bien un virus capitalista que nos han contagiado desde los Estados Unidos, y que ha brotado y se ha extendido debido a una insuficiente regulación estatal, no resulta fácil defender las virtudes de la ética protestante de libre mercado.
Pienso, sin embargo, que cometen un grave error quienes se empeñan en buscar los orígenes y causas de la crisis económica exclusivamente dentro del marco de la política económica, enfrascándose después un debate estéril entre los pecados de codicia del libre mercado y las virtudes reparadoras del intervencionismo estatal; proclamando a bombo y platillo el fin del capitalismo y pidiendo a voces un nuevo y más profundo entramado de regulación económica que ponga orden en los mercados a base de imponer la honestidad por decreto Ley.
Tales afirmaciones no son más que pura demagogia política; pues la dialéctica entre capital y trabajo, ha sido superada por la historia. En todo caso, y ciñéndonos la crisis actual, la responsabilidad debería ser compartida entre financieros y políticos; pues si bien unos obraron impulsados por la ambición los otros lo consintieron movidos por intereses electorales. Resulta difícil de creer, incluso para el más neófito en temas políticos o económicos, que en las altas esferas se ignoraban los peligros del frágil entramado financiero que se estaba creando. Pero mientras las cosas funcionaban, mientras se generaban abultados beneficios, el PIB crecía, y unos se aseguraban sus bonus por un lado y los otros sus votos por el otro, todo era aceptable y tolerable. Es ahora, cuando el andamio se ha desplomado, que surgen las acusaciones, las responsabilidades y el típico pedir cabezas.
Pero las verdaderas causas de la crisis económica actual hay que buscarlas mucho más allá de los malabarismos financieros de Wall Street y la pasividad ante ellas de los respectivos institutos reguladores y gobiernos estatales. Por tanto, los planes masivos de rescate no van a ser más que parches de alivio temporal; y ni la depuración de responsabilidades, ni una mayor regulación de los mercados, van a servir para prevenir y evitar crisis futuras, si olvidamos la razones de fondo que nos ha abocado a la actual: la pérdida de valores colectivos por parte de una sociedad que habiendo aceptado como dogma de fe el relativismo filosófico, camina inmersa en una falsa visión del mundo y de la vida: la de que no existen verdades morales absolutas; que lo único importante es vivir el momento y sacar lo mejor de la vida, y que por tanto, todo vale con tal de asumir el bienestar material momentáneo. La crisis económica actual es una crisis de confianza, que ha encontrado su caldo de cultivo en una crisis de valores.
Y ese relativismo filosófico que ha impulsado esa crisis de valores, no nos engañemos, no ha salido de la cosmovisión cristiana del mundo, ni ha sido fabricada por la ética protestante. No ha sido el libre mercado el que ha forjado una sociedad consumista, egoísta, ambiciosa e injusta. Todo lo contrario. Como prueba un reciente informe elaborado por The Heritage Foundation y el Wall Street Journey, aquellos países donde hay mayor libertad de mercado y un mínimo intervencionismo estatal, son los países con una mayor renta per capita, donde hay un más alto nivel de igualdad y donde mejor se vive.
Ciertamente, el libre mercado no es un mecanismo perfecto; pero eso no desmiente el hecho de que el capitalismo, la libre empresa y el libre mercado, correctamente entendidos y aplicados, ha traído más bienestar a más personas que cualquier otro sistema económico o político a lo largo de la historia: premiando el espíritu emprendedor; incentivando el trabajo y el esfuerzo; y evitando el totalitarismo, al impedir que el control y poder económico caiga en manos de unos pocos.
El problema está en que el libre mercado se sostiene únicamente sobre la base de la honradez y la responsabilidad individual. Como nos recuerda Ralf Dahrendorf del London School of Economics: "La vida buena liberal se sustenta en la práctica de una serie de virtudes que coinciden con las clásicas virtudes cardinales (fortaleza, justicia, templanza y prudencia) y que se adaptan en su desarrollo al precio que hay que pagar por querer ser responsable de las consecuencias derivadas de la libertad". Cuando estas virtudes desaparecen, el hombre se transforma en un depredador nato y la sociedad se convierte en una jungla, solamente controlable a través de la regulación estatal y en última instancia por el totalitarismo, a costa de la pérdida de la libertad.
El propio Adam Smith entendió siempre la economía como una realidad moral en la que los seres humanos se desarrollan y actualizan como entes morales a través de acciones económicas, la transferencia voluntaria de bienes y servicios, bajo el convencimiento de que la transacción realizada es en beneficio de ambos, de lo contrario, no es voluntaria. Pero eliminado Dios de la escena, desaparecen los referentes, se esfuman los absolutos y se entra en el relativismo moral. Entonces prima la codicia personal y el sistema económico colapsa. La economía está en crisis porque el sistema de valores morales de nuestra sociedad está en crisis; y los valores están en crisis porque el cristianismo está en crisis…
Las confesiones cristianas tenemos en el siglo XXI un reto importante: unir esfuerzos y trabajar en conjunto para que nuestra sociedad occidental recupere sus raíces cristianas y los valores morales que de ella dimanan, que han sido la base de su sostenibilidad, prosperidad y progreso durante muchos años. El filósofo católico Michael Novak, del American Enterprise Institute, comentando la encíclica de Juan Pablo II que citaba al principio, se expresa al respecto en los siguientes términos: "Si las sociedades democráticas y capitalistas han de alcanzar a cumplir sus mejores promesas, necesitarán una reforma seria de sus instituciones morales y culturales –incluyendo los medios masivos de difusión, el cine, las universidades y las familias– y eso solamente es posible mediante la gracia de Dios".
La crisis económica pudiera significar un punto de inflexión en ese sentido. Y las confesiones cristianas no deberían pasar por alto semejante oportunidad.
[extraído de Religiones y espiritualidad en un mundo en crisis económica]
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Eliseo Vila Vila, Canónigo honorario de la iglesia catedral de "El Redentor", Iglesia Española Reformada Episcopal (I.E.R.E. - Comunión anglicana). El artículo transcribe la intervención de Eliseo Vila en el contexto del ciclo de conferencias "Religiones y espiritualidad en un mundo en crisis" organizado por el Centre d'Estudis Jordi Pujol. Tomado de Lupa Protestante.
Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con
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