jueves, 26 de noviembre de 2009

Jueves 26 de noviembre

Fe y política

La actividad política, en cuanto se convierte en imperativo del amor cristiano al prójimo y en misión en pro del Reino de Dios, deja al descubierto un aspecto que con frecuencia se pasa por alto en el amor interpersonal: el problema de las mediaciones.

Amor mediado

Todo amor –lo sabemos por experiencia–, si quiere ir más allá de los deseos, tiene que traducirse en prácticas, y éstas requieren medios, instrumentos adecuados, es decir, mediaciones. Al final, amar bien, adecuadamente, eficazmente, exige una reflexión acerca de la situación y de los medios aptos para realizar el amor pretendido. Luego la reflexión y discernimiento de la situación y de los medios pertenece a la realización del amor. Más simplemente: amar supone reflexionar, analizar, ponderar, escoger los medios más adecuados para lograr el objetivo al que tiende el amor.

No se puede pensar en una actividad política seria sin un conocimiento mínimo de la situación, sin reflexionar sobre las consecuencias de las acciones, sin ponderar las medidas más adecuadas para alcanzar un objetivo en pro de la libertad, la justicia, la igualdad, etc. Proceder de otro modo sería tanto como ser irracional o insensato en el servicio a los demás.

No debemos olvidar, con todo, que –dada la necesidad de prestar una atención reflexiva a la situación social y de elegir los medios más adecuados para resolver los problemas– la práctica política plantea un problema de análisis social y de medidas. Aquí radica, en realidad, el difícil tema de las mediaciones.

Nunca se tiene la seguridad de que el diagnóstico que se efectúa sobre la realidad es todo lo objetivo que debiera ser. El apelar a la ciencia social o política no resuelve el problema, pues sabemos que no existe la objetividad pura y que todo análisis social es deudor de una serie de inevitables presupuestos y paradigmas, además de manejar numerosos datos que se mueven en un marco cambiante; es perfectamente posible –como sabemos desde T.S. Kuhn– estar mirando el mismo fenómeno y ver cosas diferentes. El peligro es mayor, si cabe, cuando esa "realidad social" está mezclada de "intereses" en los que el propio observador está implicado y que ya le han hecho tomar postura inconscientemente (A. Giddens, 1987, 160s; J.M. Mardones, 1991).

La misma inseguridad rodea a las medidas que puedan arbitrarse para solucionar un problema social, político o cultural, o para alcanzar un objetivo en cualquiera de estos campos. No existen medios "científicamente neutros", sino que todos participan de una determinada visión y un determinado diagnóstico y acarrean unas consecuencias más o menos entrevistas.

La consecuencia de esa inseguridad radical que rodea al diagnóstico político-social es la discusión y la diversidad de posturas y alternativas. No se puede descartar a priori que, frente a una misma situación socio-política, se presenten diversos análisis y medidas de actuación con visos de racionalidad y de objetividad. El pluralismo ideológico y de partidos, con sus diferentes programas de actuación, es la manifestación de esta realidad. Y la aceptación del pluralismo político entre los cristianos es la conclusión sensata de ese pluralismo de diagnósticos y propuestas (F. Sebastián, 1991, 224).

El Concilio refrendó ese pluralismo y esa libertad de cada creyente de elegir responsablemente aquel diagnóstico y aquellas mediaciones políticas que juzgue adecuadas: "Son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política y pueden, con todo derecho, inclinarse hacia soluciones diferentes" (GS, 74b). "El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver". (GS, 75e).

El recurso a la ética no resuelve el problema de las mediaciones y del pluralismo de diagnósticos y propuestas. Sin embargo, el recurso a la ética cristiana no es banal, dado que, tras las visiones y opciones políticas, están los valores y concepciones del mundo, de la sociedad y del hombre. La moral cristiana puede funcionar como elemento discriminador negativo –mostrando los límites que no hay que traspasar–, más que como elemento discernidor positivo de la opción política adecuada. Siempre hay unos márgenes para la discusión y la alternativa que no se pueden solucionar apelando a los principios morales.

El criterio cristiano en el compromiso político: la causa de los pobres

Si ni el evangelio ni la moral cristiana nos pueden ofrecer soluciones técnicas a los problemas políticos, ¿qué ofrece la perspectiva cristiana, más allá de una motivación a favor de la justicia y la libertad?

Ofrece un interés liberador que se centra en la causa de los pobres. Es decir, el punto de mira no es tanto el pobre aislado y solitario, cuanto las mayorías pobres y sufrientes de este mundo. Su causa, su clamor de situación injusta e indebida, que solicita una reestructuración de este mundo, desata el anhelo liberador. No es exclusivo del creyente, pero sí tiene la peculiaridad de que recoge el clamor bíblico contra la injusticia y la opresión que brota, sin aceptar componendas, de las víctimas de la historia. Pide además liberación para todos, incluidos los muertos. De ahí que no se contente con menos que con la resurrección (W. Benjamin, 1973, 183). Este anhelo de justicia total (M. Horkheimer, 1976, 70.104) que informa toda la tradición judeocristiana parece poco político. Y lo es... si permanece alejado de las mediaciones, siempre concretas y provisionales. No obstante, desarrolla un principio de motivación e impulso que se hace criterio de toda política, ligada necesariamente a lo coyuntural: la causa de los pobres.

Al final –y aunque la evaluación sea ardua, y en ella estén implicados el mismo evaluador y la teoría utilizada–, la acción política se medirá en función de si ha favorecido o no la suerte de los oprimidos, los pequeños y los pobres de este mundo.

Esta universalidad, que agarra lo humano desde abajo, desde "las víctimas de la historia" (M.R. Mate, 1991, 17s), es la garantía de que se ha estado defendiendo los intereses de lo realmente humano. Los demás intereses no pasan de ser intereses "provincianos", incapaces de universalización, si no cumplen este requisito.

La moral y la sensibilidad evangélicas se unen en este punto. Indican un criterio radicalmente humano con el que tiene que confrontarse la acción política para validarse en su empeño práctico-moral por crear la "vida buena". (No hay tal vida buena si es sólo para unos pocos privilegiados, aunque sea una minoría millonaria del Primer Mundo.) Y es un criterio con el que se pueden confrontar las políticas regionales y nacionales.

La dificultad de esta preferencia ética por los pobres está en objetivarla políticamente. De lo contrario, se puede quedar en una valiosa estimación ética o en un falso absoluto verbal. De esta crítica no se libran ni las teologías más bienintencionadas. Por esta razón, el esfuerzo por encontrar las políticas que realmente favorezcan la causa de los pobres debe seguir consecuentemente el enunciado del principio ético.

[tomado de http://www.jesuitasuruguay.org/rafa/mision/archivos/fepolitica.pdf]

José María Mardones

José María Mardones es Doctor en Sociología y Teología. Profesor de ambas disciplinas en diferentes universidades. Investigador en el Instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de Madrid.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

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