lunes, 30 de noviembre de 2009

Lunes 30 de noviembre

Historia de la santa mediación

Las largas negociaciones que siguieron a la decisión de la Argentina y de Chile de pedir la mediación del papa Juan Pablo II tuvieron como protagonista al infatigable cardenal Antonio Samoré. Sólo la restauración democrática aseguró la paz.


La mediación del papa Juan Pablo II fue providencial para la Argentina: no sólo evitó una guerra de agresión contra Chile, que estuvo a punto de consumarse a finales de diciembre de 1978, sino que permitió a nuestro país lograr un acuerdo razonable que mejoró notablemente la catastrófica situación en que había quedado tras el laudo arbitral de 1977 de los cinco jueces de la Corte Internacional de La Haya, totalmente favorable a los intereses chilenos.

La posición de Chile era muy fuerte. Había hecho más de setecientos ejercicios de soberanía en la zona en disputa hasta 1915 y contaba con una nutrida batería de mapas de vieja data, en los que figuraban bajo su imperium las islas Nueva, Picton y Lennox, en el canal del Beagle. La Argentina carecía de esos mapas y poco y nada se había interesado por aquellas remotas tierras. La chapucería dominante era tan grave que, como contó a Clarín en 1979 uno de los delegados argentinos en la mediación, en un mapa lujosamente encuadernado en cuero rojo, que desde Buenos Aires le enviaron al cardenal Antonio Samoré, las tres islas figuraban bajo soberanía chilena. Menos mal que nuestro representante, el general Ricardo Etcheverry Boneo, decidió tras un mal presentimiento examinar el documento, que nunca llegó a manos de Samoré, al menos por parte de los argentinos.

Resulta un inquietante misterio saber entonces por qué, en lugar de dejar las cosas en el ambiguo statu quo en que se encontraban y negociar una solución bilateral, el gobierno militar del general Agustín Cano Lanusse aceptó convertir al encuentro en Salta del 22 de julio de 1971 con el presidente constitucional chileno Salvador Allende, en la oportunidad para hacer el pedido conjunto de los dos países de un laudo arbitral a la corona británica. La reina Isabel II no puede ser acusada, como se hizo en aquella época, de parcialidad pro chilena, ya que se limitó a suscribir, el 18 de abril de 1977, el laudo de la Corte Arbitral integrada por cinco jueces de la Corte Internacional de La Haya, como habían pedido las partes.

Cuando el 2 de mayo siguiente el fallo fue consignado a los dos países, los argentinos advirtieron que el desastre era completo. Los jueces de La Haya dieron a Chile las tres islas en disputa, más todas las islas e islotes que se encontraban al sur, hasta el cabo de Hornos, con la isla del mismo nombre, naturalmente bajo absoluta soberanía chilena. Peor aún, Chile adquiría el derecho a la proyección marítima, que le aseguraba una penetración de 200 millas en el océano Atlántico, cuando el principio binacional que defendía la Argentina sostenía para los chilenos una vocación exclusiva por el océano Pacífico.

Nuestro país ya padecía para entonces la peor dictadura militar de su historia: la de talante más rígido, feroz y sangriento. Ese estilo fue aplicado para salir del atolladero en que la Argentina había sido metida por otro gobierno militar con el pedido del laudo arbitral. El conflicto limítrofe con Chile amenazó rápidamente con desembocar en una guerra después que el fallo fue rechazado por la junta militar que presidía el general Videla, hasta que surgió la mediación papal.

Superado el momento más dramático, el 4 de mayo de 1979 Juan Pablo II aceptó oficialmente la mediación tras constatar que de las fronteras habían sido retirados los principales contingentes millitares y que el ánimo bélico, al menos por el momento, había sido puesto a bañomaría. El primer acto fue nombrar como su representante y jefe operativo en las negociaciones al cardenal Antonio Samoré.

El pequeño purpurado, a quien los pocos periodistas vaticanistas que se ocupaban del tema habían bautizado con afecto Topo Gigio, comenzó a trabajar con las mismas tenacidad, paciencia, imaginación y buena voluntad que había demostrado en los días difíciles en que logró sacar adelante el sí a la mediación. Nunca serán suficientes los elogios a la grandeza del cardenal Samoré, que prácticamente sacrificó su vida por la paz entre la Argentina y Chile, dominado además obsesivamente por la idea de no causarle un daño irreparable al flamante papa Karol Wojtyla.

El intríngulis era tremendo porque Chile contaba ya con el fallo del tribunal arbitral que los mismos argentinos habían pedido. Y tenía una poderosísima carta de reserva, si la mediación fallaba: acudir directamente a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Fuera de la mediación, la dictadura militar argentina seguía contando sólo con la guerra.

El escenario de las largas negociaciones entre las dos delegaciones fue la Casita de Pío IV, la sede construida en el siglo XVII que alberga desde entonces la Pontificia Academia de las Ciencias. La mediación se inició con una fase exploratoria: las delegaciones de la Argentina y de Chile, por separado, se sentaban en una amplia mesa ante el cardenal Samoré y le entregaban documentación de todo tipo, que estudiaba para presentar una propuesta de solución que suscribiera el Papa. En el Archivo Secreto, donde está guardada toda la historia de la mediación, hay más de treinta metros de carpetas, según contó después el propio cardenal Samoré.

En su óptimo libro El delirio armado, el periodista argentino Bruno Passarelli recuerda que en dos años de tratativas hubo sólo seis comunicados de prensa firmados por el cardenal Samoré. Ellos demuestran que, en las cuestiones fundamentales, no se avanzó ni un milímetro. Los argentinos querían discutirlo todo, incluso las soberanías terrestres sobre las islas. Los chilenos aceptaban entablar negociaciones sólo sobre los espacios marítimos, fuertes de la victoria obtenida en el laudo arbitral que les había otorgado todas las islas en disputa y aún más.

A pedido de Samoré, Juan Pablo II hizo un primer llamado ante las dos delegaciones, el 27 de setiembre de 1979, para que adoptaran un nuevo método de trabajo. Como había ocurrido durante los dramáticos momentos previos al comienzo de la mediación, mientras los chilenos demostraban un comando único (el de Pinochet) y un sistema de reflexión y decisiones ágil y eficiente, del lado argentino sobresalían todas las internas de los caciques militares, la atomización de las responsabilidades y la parálisis de las decisiones, que mantenían enjaulados a los negociadores en el Vaticano.

Además, el cardenal debía recibir a los secretarios generales del Ejército, la Marina y la Aeronáutica, que, enviados por sus respectivas armas, monitoreaban cada tanto la marcha de la mediación, demostrando cuánto se desconfiaban institucionalmente entre ellos. Los halcones militares utilizaban en Buenos Aires la línea dura, contraria a cualquier concesión. Las críticas feroces comenzaban a insinuar que Samoré era pro chileno, pero lo peor estaba aún por venir. "Los argentinos no me entregaron un solo mapa anterior a 1955, ni uno solo, que probara que las islas Nueva, Lennox y Picton estaban bajo su soberanía", contó tiempo después el cardenal.

Samoré quiso compensar el desequilibrio implícito, la flaqueza absoluta de la posición argentina, con nuevas ideas que incluso le aportaron algunos expertos europeos vinculados a la Pontificia Academia de las Ciencias. De allí surgió la idea de una zona marítima de gestión común.

Hubo una nueva exhortación del Papa a los dos países el 14 de noviembre de 1980 y el 12 de diciembre, en una ceremonia solemne que se realizó en el Palacio Apostólico del Vaticano, Juan Pablo II entregó su propuesta de solución como mediador. Aquélla fue una jornada negra para los argentinos, porque pese a que la propuesta del Papa mejoraba ya en un 50% el laudo arbitral en lo que se refiere a las fronteras marítimas, como era inevitable Juan Pablo II, asesorado por el cardenal Samoré, reconocía la soberanía chilena sobre todas las islas e islotes en disputa. El Papa habló durante 50 minutos con Carlos Washington Pastor, el brigadier canciller de la dictadura argentina. Los argentinos se concentraron después en la embajada ante la Santa Sede y los periodistas captaron de inmediato la derrota que vivían, pese a que la carpeta con la propuesta papal estaba sellada y podía ser vista sólo por Videla en Buenos Aires.

La propuesta papal se convirtió en la Argentina en un arma tremenda en manos del general Leopoldo Fortunato Galtieri, comandante en jefe del Ejército, que ambicionaba destronar algún día al futuro presidente, general Roberto Viola, que debía asumir la presidencia en unos meses, según estipulaba el método burocrático de sucesión militar. El cardenal Samoré no había advertido la gravedad y la intensidad de las luchas intestinas entre los militares argentinos, ni se imaginaba de lo que eran capaces Galtieri y los duros que lo secundaban. Uniformados y diplomáticos argentinos -junto con una patrulla de periodistas- lanzaron una campaña contra Samoré. "No se puede tratar así al Papa", se lamentaba Samoré, quien comenzó a sufrir descompensaciones cardíacas y achaques originados en su avanzada edad. No faltó la versión que asignaba a una inexistente empleada chilena del cardenal el papel de Rasputín con polleras, ni la visita de miembros de los servicios de información de la Marina disfrazados de periodistas que hasta fueron a Bardi, la ciudad natal de Samoré, donde pasaba el verano con sus familiares, para hurgar en su vida privada y utilizar después los datos que obtuvieran en la campaña. Lo que consiguieron fue aumentar la amargura y las angustias de Samoré.

En los oídos del cardenal resonaban las proféticas palabras de Ricardo Balbín, líder de los radicales, que lo había visitado en su despacho del Archivo Secreto. "No se engañe: Argentina no podrá decirle nunca que sí a la propuesta del Papa hasta que no haya en la Casa Rosada un gobierno democrático". Balbín contó esta anécdota, acompañado por dos familiares durante un almuerzo con Clarín, cerca del Vaticano, poco después de saludar a Juan Pablo II en una de las audiencias generales.

Chile había aceptado la propuesta del Papa el 8 de enero de 1981. Del lado argentino, Samoré recibía hostilidad y difamación, mientras comenzaba a crecer un clima de recíproca hostilidad, con militares y civiles arrestados por ambos países con acusaciones de espionaje. El cardenal Samoré renunció al menos tres veces ante el Papa, quien le reiteró su confianza. El delirio armado culminó el 28 de abril con la decisión del general Galtieri de cerrar la frontera con Chile, de norte a sur, sin avisarles ni al presidente de facto de la dictadura, general Viola, ni a los comandantes de las otras armas, que estaban furiosos con el colega del Ejército. "Me calenté", se justificó Galtieri ante el fastidiado comandante de la Marina, almirante Lambruschini, quien le preguntó: "Pero se da usted cuenta que el país se encuentra así envuelto en una peligrosa escalada?".

En el Vaticano la noticia del cierre de la frontera cayó como una bomba, lo que aumentó las angustias del cardenal Samoré, que se acentuaron el 11 de diciembre de 1981, cuando el general Roberto Viola fue cesanteado como presidente por la Junta Militar y su cargo fue ocupado por Galtieri. En 1982 se acentuaron los problemas de salud y el cardenal Samoré fue internado varias veces en una clínica romana, donde murió de un paro cardíaco el 4 de febrero de 1983, a los 78 años de edad. Para entonces la mediación estaba más en manos del cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado, equivalente al primer ministro del Papa.

Pero Samoré había dado una última contribución fundamental: había logrado que Chile aceptara no recurrir a la Corte Internacional de La Haya mientras el Papa continuara adelante con la mediación. Por el otro lado, la Argentina, que había denunciado a su término el tratado de arbitraje obligatorio con Chile de 1972, se comprometía a prorrogarlo exclusivamente en la cuestión del Beagle. La guerra de las Malvinas y su resultado desastroso para la Argentina liquidaron a Galtieri y a los duros. Agotada la dictadura en el desprestigio y el repudio general, los militares anunciaron que el acuerdo por el conflicto en el que mediaba el Papa lo dejaban en herencia al futuro gobierno constitucional.

Así ocurrió y fue el presidente democrático Raúl Alfonsín el que tomó las riendas que llevaron al éxito final de la mediación, incluso con una inédita consulta al pueblo argentino en un referéndum que arrojó una saludable y abrumadora mayoría en favor del acuerdo. El canciller Dante Caputo y el embajador Hugo Gobbi, secretario de Estado y amigo personal de Alfonsín, nombrado jefe de la delegación argentina, pilotearon esta última fase, que culminó el 23 de enero de 1983 con la Declaración Conjunta de Paz y Amistad, que suscribieron los cancilleres de la Argentina y Chile en el Palacio Apostólico Vaticano delante del Papa, y en la firma del tratado que puso fin al conflicto, el 29 de noviembre de 1984, también en una ceremonia realizada ante Juan Pablo II en el Vaticano.

[tomado de http://www.clarin.com/suplementos/zona/1998/12/20/i-00801e.htm]

Julio Algañaraz, 20 de diciembre de 1998.

El 29 de noviembre de 2009 se cumplieron 25 años de la firma del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

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