jueves, 17 de diciembre de 2009

Jueves 17 de diciembre

¿La Ética primero? O las incertidumbres de la política

El 17 de noviembre del 2000, Mons. Jean Louis Brugues, obispo de Angers, pronunció el siguiente discurso, con ocasión de la apertura del año académico de la Universidad Católica del Oeste.


Estoy feliz de recibirlos con motivo del 125 aniversario de la creación de la Universidad católica del Occidente, ya que ustedes han respondido en forma tan numerosa y con solicitud a nuestra invitación.

Una cuestión, una hipótesis. Permítanme presentar una cuestión, una simple cuestión:

¿En este final de milenio, en qué se ha convertido la política, en la res publica?

La hipótesis que yo les propongo es la siguiente: la ética y la política, así lo sugiere la historia de estos últimos siglos, más que la consonancia de los términos, ¿no serán ellas dos gemelas surgidas del mismo huevo, el del destino humano, y nacidas del matrimonio del bien y de la necesidad?

La primera, la ética – ¿pero será la primera?, respecto a los gemelos, la primogenitura siempre es algo problemático – la ética, pues, vendría más bien de parte del padre que, como se dice un poco soñador, espera del cielo el signo decisivo a fin de convencer a los hombres de mantenerse en pie y comprometerse por los caminos de la generosidad. Muchas veces se ha definido la ética como la ciencia del buen actuar.

Su hermana, la política, siempre se ha visto a lado de su madre. Como la necesidad, ha puesto sus pies en la tierra y se presenta con gusto como la que vela por los intereses de la Ciudad, preocupada por poner orden ahí en donde tantas razones, pasiones, inclinaciones invitan a dejar las cosas como están o a la negligencia. La política es la guardiana de la convivencia común.

En realidad, las dos hermanas tienen algo de sus dos padres. ¿Qué sería una ética que ignorara las necesidades humanas del corazón y del espíritu, del cuerpo o del alma? Santo Tomás explicaba que en moral, se necesita partir del principio de aquello que se hace. La Ética parte, pues, de las costumbres, y es por eso, precisamente, que puede llamarse moral.

¿Qué sería de la política que no pusiera sus ojos en la utopía y, dedicándose al bien de los demás, no buscara despertarlos a los deberes de la buena convivencia común? La política se pone, pues, a soñar, como su padre, en un reino de `justicia y de paz'.

Así pues, la ética y la política comparten la misma herencia, algo común familiar: el obrar de los hombres.

Una historia de familia
Se puede ser gemelos, y gemelos muy listos, y soñar en otras relaciones. Llega un momento en que nuestras hermanas tratarán además en el regazo familiar, contraer nuevas alianzas. Hace tiempo, la ética miraba hacia la religión. Ella creyó apoyarse sobre su antigua sabiduría para fundamentar y justificar las normas y los principios de los que los hombres tenían necesidad para guiar su existencia; pero, recientemente, precisamente con Kant, ella opta por su autonomía y decidió ya no apoyarse sino en ella misma.

Hace tiempo, también, la política volaba con la filosofía: ¿acaso Platón no quería confiar el gobierno de la Ciudad a los filósofos, quienes, porque habían logrado elevarse hasta los dominios de las ideas puras, reinarían con la más grande prudencia? Luego, los frutos recogidos de esta alianza, quiero hablar de ideologías, le parecen demasiado verdes; la política se separa entonces de la filosofía y cree poder conducirse por ella misma.

Nuestras dos hermanas se encuentran solas, condenadas a ocupar un espacio estrecho, demasiado estrecho. Su `convivencia' conoce etapas. Hubo conflictos y guerras abiertas, seguidas de períodos de tregua. En las buenas familias, no hay separación. La paces tienen armas. Las gemelas tratarán de respetarse siempre; en realidad, su rivalidad no disminuye nunca.

Es una historia tan vieja como el mundo; la Biblia habla abundantemente de ello con Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos. Bajo la apariencia de una mutua estima, cada una sueña de suplantar a su gemela.

En esta historia familiar, en una palabra la nuestra, dos datos merecen nuestra atención, me parece, dos datos separados por dos siglos precisamente. 1789 – 1989: hay en la exactitud de este espacio una razón suplementaria que da qué pensar.

Libertad, Igualdad, fraternidad

1789. Acordémonos: Francia estaba embarazada de la República y, en la toma de la Bastilla, el niño le daba patadas a su vientre. Quizá hoy no se mide con profundidad la novedad radical del acontecimiento. Abandonadas las milenarias tutelas, los pueblos aspiran a un mundo nuevo, todavía más nuevo que los Estados Unidos de América nacido hace unos años.

Se trataba de construir una sociedad como nunca antes se había concebido, pero que había sido presentida por grandes visionarios como fueron Locke y Montesquieu. Se trataba de superar los sueños más locos porque contentarse con realizarlos sería demasiado simple y demasiado común.

El acontecimiento se convertiría en un acontecimiento. En una palabra, la política creyó sobreponerse a su eterna rival. Imaginó una de aquellas argucias geniales como les gustaba a Hegel.

El primer acto de la joven República era un reflejo de apariencia aristocrática. Se da un lema. Como en las familias bien nacidas, ella quiso reconocerse y hacerse reconocer, sobre todo, en un emblema, versión moderna de los escudos de otros tiempos. Se presentaba, en primer lugar, como un homenaje a la ética, su hermana: libertad, igualdad, fraternidad. Ninguno de estos conceptos parecía pertenecer a la política.

La república quiso reunir en ellos lo mejor del esfuerzo de los hombres de buena voluntad, a través de los siglos, a través de milenios, para dar testimonio del bien. Se hizo heredera de Atenas, Roma y Jerusalén.

Tampoco demasiado: de este orden griego, de esta medida, de esta armonía original de donde nacen los más altos valores de verdad, de bien, de belleza, salta una clara razón capaz de horadarla y confundirla. Se llama libertad: de ojos claros, azules o verdes, dudando entre el cielo y la tierra, escruta los mil misterios del mundo.

Comparte las responsabilidades, busca un bien común a todos, solidaridad y comunidad por naturaleza: la nueva Francia, después de Roma, pretendía formular las bases misma de la igualdad.

La primera República no era anticristiana, por lo menos en sus inicios. Conocía las Escrituras. Del Evangelio concluye que los hombres deberían tratarse como hermanos.

El reino absoluto de la política
El genio de la astucia consistía en esto: bajo la apariencia de rendir un homenaje apoyado en la ética, la política le significaba su despido. El homenaje simulaba un adiós o más precisamente un doble adiós: al pasado, en primer lugar, ya que la humanidad entraba a una nueva era, y luego a la ética y sobre todo que, demasiado adulada, no midió el momento de su profunda decadencia.

A partir de 1789, la política ocupó todos los sectores del obrar humano y pretendía reinar ahí sin compartir.

Durante dos siglos, la política se dedicó a convertir la libertad en libertades publicas. Nadie se atrevería a negar los progresos reales en humanidad que aportó el nacimiento de estas libertades, pero en el tránsito del singular al plural, la política se otorgaba el derecho de reglamentar, de limitar, hasta de suprimir, según la necesidad – ¡siempre ella! -, lo que por naturaleza no soportaba alguna coacción. Desde este derecho, regímenes poco preocupados por la moral, por tanto por la libertad, la utilizaron, y abusaron.

Bajo el pretexto de hacer reinar la igualdad entre los individuos y entre los pueblos, la política de estos siglos despóticos, según la justa apreciación del poeta Ossip Madelstam, impuso el principio absoluto de la ley del más fuerte: ley de bronce del mercado, mientras que una improbable «mano invisible» debe restablecer la armonía de los intereses; ley mucho más dura que las nacionalidades que provocó en nuestro continente las guerras más sangrientas de todos los tiempos; ley de real politik, tan querida por el canciller Bismrack y teorizada por Maquiavelo y Hobbes, que sacrifica sin muchos remordimientos la inocencia y la verdad sobre el altar de la razón de Estado; en fin, ley de la desigualdad que edificó Auschwitz o de la desigualdad de clases que hizo posible construir los «gulags» de Rusia y de China.

No he hablado de fraternidad, por esta razón: este valor eminentemente ético, eminentemente cristiano, no se puede aclimatar a la política. Se hubiera necesitado recordar la figura del padre para que todos los hombres se reconozcan hermanos. Pero, el padre había sido asesinado en 1793, y su lugar quedó vacío definitivamente.

Los dos últimos siglos han conducido a la política a su cenit, que logró imponer en 1968 este explosivo slogan: Todo es política.

Sin embargo, desde entonces su ruina se anunciaba en su triunfo.

La revancha
La ética es una buena hija y yo le reconozco muchas veces un candor culpable. Ella terminó por aburrirse sentada en las sacristías o en las cátedras universitarias de tercera categoría a donde la había relegado su hermana.

Perdió toda consideración social. Al grado que en los años '70, ningún político se hubiera permitido hacer referencia por temor de verse anticuado o reaccionario. ¡Cómo! ¿todavía existe? me preguntaba un periodista cuando supo que yo enseñaba moral.

La ética fue tratada como paria de la filosofía, de la teología y de otras ciencias humanas. Ella se resiste. Las rebeliones de los débiles son, las más de las veces, las más terribles.

La ética también toma sus argucias, y lo hace de una manera tan genial como su hermana.

El muro que, en Berlín, el 9 de noviembre de 1989, exactamente hace once años, voló en pedazos ante el asombro de un mundo sorprendido, era aquel de la toda poderosa política que había marcado lo importante de las familias, de los países. Nos hace falta un alejamiento histórico para medir la importancia de este acontecimiento. Aquí yo propongo la hipótesis que aquello fue decisivo y que el acontecimiento marcó el regreso ofensivo de la ética.

Desde hacía unos años, había tratado de sustituir la antigua trilogía por una especia de triángulo mágico, según la expresión de Pierre Hassner, formado por la democracia, la responsabilidad y los derechos del hombre.

Esta nueva triade, cuyos términos tienen un fuerte sabor político, dado que el primero se remonta a la filosofía (Aristóteles hablaba ya de ella) y los otros dos al derecho, ¿no le rendían un homenaje a la política?

En realidad, en eso consistía su argucia, la ética las hizo inflar, hinchar y tomar tal volumen que estos tres conceptos terminaron por aplastar a su hermana, cuando se pensaba que la valorizaban y la regeneraban.

La ética comenzó por retirar toda esperanza a la política. La fuerza simbólica de esta gran momento histórico que representa la caída del muro de Berlín hizo creer que llegaba, al fin, la victoria universal de la democracia. Si ésta es el fin natural hacia el que tendían, o deberían tender todos los regímenes, su acontecimiento marcó, lo que el norteamericano Fukuyama llamaba el fin de la historia.

Lo mejor ha llegado, no queda más otra cosa qué esperar, solamente sus infinitas repeticiones. Y es así que la ética, llevando la democracia a su máximo, retiró a la política, para hablar como Ernst Bloch, su principio de esperanza.

El Acontecimiento de 1989 permite comprender el cambio de la reciente historia: el tránsito de un mundo resentido que ha llegado a su culmen y que ha terminado en un mundo condenado a la degeneración.

¿Exceso de celo?
Enseguida, la ética se dedicó a paralizar a su gemela dando a la responsabilidad dimensiones extravagantes. No se trataba más de concebirla como una imputación o como una paternidad del sujeto respecto a sus actos – lo que era así desde los Romanos -, sino de hacerla experimentar un cambio de jerarquías.

Según el principio formulado por Hans Jonas, nos debemos reconocer responsables de las decisiones que además comprometen, no de lo próximo o de lo inmediato, sino de lo más remoto en el tiempo y en el espacio.

¿No fue necesario pedir perdón por las faltas de los siglos que nos precedieron? Esta tumor condujo al descrédito de la acción política y a la moralización excesiva del lenguaje: «Más me siento responsable, menos me siento ciudadano. Menos me siento implicado en la vida pública, más busco regresar a conducirme según los preceptos de un código ético» (Olivier Mongin): tal podría ser el leitmotiv que atraviesa la literatura moral contemporánea, en la mejor de sus formas.

Falta dar el tiro de gracia. La ética se sirve de los Derechos del hombre; hace de ellos no un principio ético, sino una cuestión política. Ningún reconocimiento diplomático, ninguna ayuda financiera, ningún intercambio comercial con los que no acepten, como condición, la escala de los derechos del hombre: bajo la coacción de la opinión y la amenaza de un nuevo derecho de ingerencia, numerosos Estados se encuentran reducidos a la impotencia.

Nadie se atrevería a negar que la democracia, la responsabilidad y los derechos del hombre no figuran entre los más altos valores del espíritu. El peligro reside en que estos se encuentran hoy recuperados por una ideología que pretende hacer política instrumentalizando la moral.

La autonomía política: es esto lo que está en peligro de desaparecer ante nuestros ojos. La ideología moral nos lleva a creer que Todo es ética, como se decía antes: Todo es política. Contrariamente a lo que mis palabras quizás dejan entender, la moral contemporánea no se ha engreído por exceso de humanismo o de confianza. Al contrario, está herida por el sentimiento de una profunda fragilidad humana (Olivier Mogin). Ella no se resigna a este mal radical, irreductible, irreprimible, que la obliga a considerar lo que hay de inhumano en lo humano. Este mal, ella lo llama – fíjense – política.

«Reconciliar la moral con la política»
Señoras y Señores, nos puede gustar el teatro griego y deleitarse con los magníficos horrores que pone en escena; ¿pero se puede dejar de ver a su propia familia, yo quiero decir la familia humana, transformada en descendientes de Atreo?

Después de estos dos siglos y al inicio de un nuevo milenio ¿acaso no es el momento, no de separar lo inseparable sino de enseñar a nuestras gemelas a vestirse de otra manera diferente, a redefinir su identidad y a amar su complementariedad?

Desde luego, esta tarea incumbe a todos. Incumbe un poco más, quizás, a la Universidad Católica del Occidente, y he aquí por qué.

El señor Mijael Gorbachov, eminente hombre político, acaba de pronunciar estas fuertes palabras que nos hacen reflexionar: «Hay que encontrar nuevas orientaciones a la acción política y todavía no tenemos otras llaves para el siglo XXI que la de la cultura, la fe y la no violencia. Reconciliar la moral y la política, tal es el desafío del siglo»

Cultura, fe, no violencia: ¿esta nueva trilogía será capaz de iniciarse ante nuestros ojos?

[tomado de http://es.catholic.net/empresarioscatolicos/464/997/articulo.php?id=17498]

Mons. Jean Louis Brugues, obispo de Angers

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

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