Política y fe: la polémica de Habermas y Ratzinger
En enero de 2004 la Academia Católica en Baviera reunió al entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927) con el filósofo Jürgen Habermas (1929). La cumbre intelectual se mantuvo entonces en discreta reserva. Personalidades de amplia influencia en mundos muy distintos —el reino vaticano en un caso, la república académica en otro—, ambos son alemanes de una generación que, muy joven, participó del colapso bélico del Tercer Reich.
Maestros de vasta experiencia si bien, por así decir, con libros opuestos, ofrecieron en esa ocasión su visión de las relaciones entre la religión y la política a comienzos del siglo XXI. ¿Pueden llegar a ser hermanas la fe y la democracia? ¿O bien persistirán en su añeja y mutua hostilidad? Más allá del resultado del encuentro, resulta claro que el ahora Benedicto XVI enfrentó con energía a su antagonista, sin dudas el pensador vivo más célebre tras la desaparición de figuras como Norberto Bobbio, John Rawls o Jacques Derrida.
Pensadores bajo otra luz
La conferencia de Baviera modifica algo del perfil convencional por el que son conocidos sus protagonistas. Es cierto que Habermas se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentació
Ratzinger defendió por cierto una filosofía tradicional que tiene siglos detrás de él. En sus maneras, sin embargo, tomó distancia del perfil mediático que supo proyectar como guardián del dogma y purpurado ultramontano capaz de sostener que los políticos católicos pueden aplicar la pena de muerte pero jamás autorizar el aborto. En su Baviera natal adoptó el papel de polemista urbanizado. Se permite incluso un cortés comentario crítico acerca de una idea de Hans Küng, un teólogo cuya enseñanza combatió desde su implacable puesto institucional en Roma durante la era Wojtyla.
¿En qué creen los laicos?
Un problema de los laicos, comenzó Habermas, es que tienen dificultades para afirmar valores sin recurrir a los respaldos trascendentes o confesionales que pretenden negar. La secularizació
En esta visión, es el propio proceso democrático el que genera el imprescindible consenso hacia un sistema que pretende apoyarse no tanto en la represión que en el acuerdo más imaginario que real de sus integrantes. Una derivación importante es que el Estado democrático evita dar instrucciones sobre la felicidad o fijar orientaciones acerca del sentido de la vida. Es neutral, dice Habermas, respecto de las visiones del mundo. Sus ciudadanos pueden adoptar la que prefieran; son libres de pensar y actuar como quieran siempre que respeten la legalidad vigente.
Pero el verdadero problema —que, hay que decirlo, no empezó a preocupar a Habermas en el momento en que se encontró a debatir con Ratzinger sino mucho antes— se perfila ahora con claridad, pues ¿qué motivará a estos ciudadanos laicos, posmetafísicos, individualistas a participar en política o a sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común? La razón puede justificar, pero no basta para motivar, aclaró Habermas. Y es aquí donde halla un espacio para que la religión haga su aporte a la cultura democrática moderna con la que vive en disenso a la vez perpetuo y, según él, tolerable. Este tono desconcertó a los comentaristas. ¿El heredero de la tradición radical de Frankfurt, el defensor de la Ilustración y del progresismo se aprestaba ahora a un giro religioso ante un cardenal oscurantista?
Conocer y creer
Un sistema político, explicó el filósofo, no puede nutrirse del puro conocimiento o de la sola transparencia argumental en los debates. En el pasado, las convicciones republicanas fueron sostenidas por ideologías o pasiones (el nacionalismo, por ejemplo). Sin anclajes "pre-políticos"
¿Cómo implantar una convicción solidaria eficaz con medios sólo racionales? En lo que Habermas denomina "post-secularizació
Cristianos y no creyentes deberían soportar la perpetua discrepancia sobre temas de sexo o familia. La razón, por su lado, ganaría en profundidad si reconociera en la fe un "potencial de verdad" que ésta sin embargo no puede demostrar por sus propios medios. La filosofía no debería enjuiciar a la fe con criterios estrictos de verdad o falsedad (cosa que hizo abundante e inútilmente en el pasado), sino cambiar de actitud y estimar lo que puede aprender de ella.
El cristianismo le parece a Habermas un aliado adecuado en la lucha contra el posmodernismo, enemigo común, pues, a diferencia de éste, no reniega de la racionalidad ni le atribuye a ella el origen de todos los males. Con todo, para Habermas sería preciso "desinfectar" de cierto irracionalismo remanente a las culturas no liberales, como las religiosas, para admitirlas en la ciudad. Pero, ¿qué queda de la religión después de esta profilaxis?
En su respuesta, Ratzinger sostiene que la racionalidad, único Dios que Habermas admite, también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Por un momento parece acercarse más que el propio Habermas a las ideas en las que éste se formó.
Cierta o no, su indirecta objeción es a la vez pertinente y popular (algunos la calificarían de populista, otros de mero lugar común) y contribuye a delinear la imagen final con la que el cardenal quiere identificar a su rival, la estrella intelectual. Aunque, a decir verdad, Habermas manifiesta la aspiración a convivir con la religión, la argumentación de Ratzinger intenta convertir al filósofo en una especie de fanático del racionalismo; un dogmático de distinto tipo.
Contra el relativismo moral
Ratzinger aprovecha las cartas que su antagonista deja sobre la mesa para elaborar su argumento utilizando un lenguaje menos técnico, algo que quizá constituya también una lección para progresistas. Sabe que ante un eventual auditorio no creyente llevaría todas las de perder y tiene que defender la noción de derecho natural, es decir, de una ley cuyo fundamento no es un razonamiento o el resultado de un debate sino que se deriva de una esencia "natural" de origen divino y revelada a los hombres, ¿Cómo hacerlo sin exigir que los demás participen de sus creencias?
El verdadero enemigo que obsesiona al cardenal se llama relativismo moral, sin dudas amplificado por el posmodernismo que Habermas deplora, pero no exclusivo efecto de éste, sino de la propia modernidad que el filósofo reivindica. Los valores firmes no surgen de los caprichos personales del individuo ni pueden fundarse siempre de manera racional o democrática. Esto último es claro en el ejemplo de los derechos humanos. ¿Acaso las mayorías que votaron y llevaron legalmente a Hitler al poder en Alemania hubieran consagrado la dignidad humana, arguye Ratzinger? Hay valores que se sostienen por sí mismos, sin necesidad de argumentos o consensos. No es sensato postrarse ante el fetiche del yo moderno ni el de sus mayorías. Estas no siempre tienen razón, dijo el cardenal el año pasado en Baviera.
La religión, afirma con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza incluso la dignidad de la persona. Si bien es preciso que el derecho vuelva a disponer de un fundamento trascendente deberá ser, por supuesto, uno racionalmente estructurado. Sólo así podrá combatirse el relativismo, enemigo común, que Habermas abomina sólo bajo la forma de posmodernismo. El filósofo había ofrecido su mano, pero el cardenal busca tomarlo del codo.
En efecto, Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos casi la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada ¿No había sido Habermas quien subrayó la genealogía católica de los derechos humanos, hoy venerados por todo el mundo globalizado (a excepción quizá de algunas diócesis meridionales)
¿Liberales o católicos?
Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina —por el momento y para su propio mal— el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe —los padres de la iglesia, dice el cardenal, lo enseñaron hace ya muchos siglos— son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal.
La lucha de Habermas contra el posmodernismo, deja entender el cardenal, lo terminará arrastrando hacia la intolerancia cultural. Después de todo, no sólo París es la capital de la diferencia. También el Islam, el modo de vida de la India o las sensibilidades nativas de Latinoamérica tienen sus propias visiones no coincidentes con las del Occidente racionalista, la mayor cultura operativa a nivel global.
Para Ratzinger, y en ello se adivina el intento de una estocada final (¿populista?)
[tomado de http://www.clarin.
José Fernández Vega
Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar
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