miércoles, 23 de diciembre de 2009

Miércoles 23 de diciembre

La utopía posible - Ser capaces de imaginar la transformación del mundo

¿Creemos que sería posible un mundo donde la gente piense dos veces antes de votar, donde los gobernantes aprendan a pedir perdón al pueblo y a devolver fondos robados? ¿Pensamos que es posible un mundo de hombres y mujeres que se detengan a alimentar y dar techo a su prójimo, o a ofrecer una vida rica en afecto a los niños y adolescentes que hoy viven y mueren con pegamento y paco? ¿Imaginamos un mundo donde no hagamos separación entre la gente por su origen, color de piel, género o edad? Eso es lo mínimo que se le viene pidiendo al cristianismo desde sus inicios.


Hace pocos días me reencontré con una palabra que alguien había guardado en el baúl de los años '70. Reapareció, solita, sin anuncios ni presentaciones: utopía. Nacida de la pluma de Tomás Moro en el siglo 16, conserva un tufillo desanimante que suena a «ilusión» o a «la tierra de nunca jamás». ¿Por efectos de la domesticación religiosa? ¿Por las frustraciones setentistas? Lo cierto es que muchas narrativas de aquella época han quedado baldías de prácticas concretas orientadas al cambio social.

Además, la apología de las utopías podría ir a contrapelo de las preferencias del pueblo que, incomprensiblemente, hoy disfruta del terrorismo futurista. Sin excursos filosóficos, debo admitir que esta palabra me produce algo: mientras la gente siente encontrarse al borde de un agujero negro, a punto de ser absorbida y aniquilada, en cambio, yo presiento que estamos pisando el umbral del mundo nuevo. Si los años '90 fueron críticos, la primera década del siglo 21 está hoy más rancia y saturada de discursos religiosos, políticos y económicos inconducentes.

Pero creo que lo mejor está por venir. Acepto, claro, que debo sonarle a usted como un fantasioso. Pero permítase el lujo de imaginar conmigo, y con Albert Einstein, que afirmaba «la imaginación es más importante que la sabiduría». Que una frase de esta talla venga de un científico que comprendía muy bien el propósito de la racionalidad, no es poca cosa.

El judaísmo antiguo, durante el período intertestamentario, identificaba al Espíritu divino con la sabiduría (heb. hokmah), probablemente con algún nivel de influencia del concepto griego sofía. No obstante eso, una tradición más antigua que ésta señalaba al Espíritu de Dios como generador de creatividad e imaginación para el arte (Éx 31.1-6). Según esta tradición, la sabiduría y la capacidad inventiva del ser humano tienen una fuente común: el Espíritu divino. Se me ocurre que tener temor a imaginar es casi como tener miedo del Espíritu que sostiene al universo.

El asombro que produce una afirmación de esta clase conduce a un segundo nivel de preocupación: ¿será posible —en términos del epistemólogo Thomas Kühn— hacer experimentos imaginarios? ¿Y si esos experimentos imaginarios nos llevaran a tramar un mundo tan distinto de éste que, habiendo consonancia con el deseo y la guía del Espíritu, fuera perfectamente realizable?

La imaginación no es simplemente la evanescencia del pensamiento, un inútil «vaporcito» del cerebro. La imaginación es la fuerza que impulsa la creatividad. Y la creatividad produce cambios concretos. No está nada mal pensar que la creatividad sea hermana de la fe, pues desde tiempos inmemoriales la gente avanza por la fe detrás de promesas divinas y de las intuiciones que le crecen en el corazón.

¿Cómo se imagina los próximos diez o veinte años, o tal vez el próximo siglo? ¿Ve un mundo de ciencia-ficción inflamado en guerras y hambre, poblado por gente famélica vestida con trapos, y mucha tecnología al alcance de cualquiera? (¡Si, ya lo sé, es una figura fílmica!). En verdad, no imagino un mundo sin dolor; lo acepto como parte inextricable de la vida, como un inevitable dato humano y, por eso, condicionante para la vida. Pero quiero imaginar un mundo donde se lucha contra la usura, el hambre o el crimen, y la gente que busca a Dios yendo a la cabeza de esa lucha.

¿Cree que sería posible un mundo donde la gente piense dos veces antes de votar, donde los gobernantes aprendan a pedir perdón al pueblo y a devolver fondos robados? ¿Piensa que es posible un mundo de hombres y mujeres que se detengan a alimentar y dar techo a su prójimo, o a ofrecer una vida rica en afecto a los niños y adolescentes que hoy viven y mueren con pegamento y paco? ¿Imagina un mundo donde no hagamos separación entre la gente por su origen, color de piel, género o edad? Eso es lo mínimo que se le viene pidiendo al cristianismo desde sus inicios.

Yo espero un mundo signado por la Vida, donde la religión será un asunto felizmente secundario porque Dios se habrá hecho tan cercano en las obras de los cristianos, que la vida de Jesús será «hablada» a través de la vida de la gente. Un mundo donde la religión no será un tema central, porque aún sin ella habrá gente haciendo cosas «de» Jesús. Espero un mundo de campos fértiles y cielos limpios, sin tóxicos, ni cáncer, ni virus de laboratorio. Y todo en consonancia con la esperanza vislumbrada por Juan, el apóstol, en la isla de Patmos.

Imagino también que la iglesia aceptará gentilmente la invitación a transitar ese camino junto al resto del mundo habitado, como hermana de su prójimo. Nunca más un cristianismo indiferente a los reclamos y a sus deudas pendientes con la sociedad. Al fin, un futuro en el que toda rodilla que se doble amablemente ante el Dios de Jesús, lo hará con gusto y sin la proverbial violencia religiosa que caracterizó a gran parte del cristianismo hasta el presente.

Para que el reino de Dios sea un programa inclusivo, hay que trabajar inclusivamente. Para que la «Nueva Jerusalén» ocurra, hay que trabajar; irrumpirá desde arriba porque habrá un abajo fértil. Hay quienes suponen que si el cambio social ocurre, éste no implicaría la necesidad del cambio interior en niveles más profundos de la vida humana que denominamos espirituales, y que por eso no sería integral. ¿Sería posible esto sin aquello? Estamos confrontados con el hecho de que el cambio en las relaciones sociales se produce cuando, simultáneamente, algo también cambia interiormente en las personas. Y eso merece una apuesta de confianza en la obra del Espíritu, que no sólo ha sido dado a la iglesia sino que trabaja en todo el universo desde antes que el tiempo fuera tiempo.

Hay una demanda urgente de que la iglesia sea instrumental al deseo del Espíritu. Pero debemos esforzarnos más si queremos demostrar la tesis de la iglesia como «agente acelerador del cambio social». En la mayor parte del mundo occidental esta tesis no parece haber sido comprobada. Sin embargo, el cambio podría remitirse a una tarea del Espíritu en la historia involucrando a todos los seres humanos.

La transformación integral de la sociedad es un programa ambicioso que requiere de personas capaces de imaginar (cosa peligrosa, si las hay). De lo poco en que la Inquisición estaba cierta fue en su noción sobre la imaginación: al prohibir El Quijote y las novelas caballerescas afirmaba que «frecuentemente la imaginación conduce a la rebelión» (léase por rebelión la capacidad de pergeñar mundos distintos a los oficialmente impuestos).

Debemos irnos habiendo intentado que este mundo sea mejor. Personalmente, al fin aprendí lo que quiere decir la palabra utopía: un lugar que no existe a menos que comunitariamente lo construyamos para llegar a él, donde los «cielos nuevos» y la «tierra nueva» sean posibles en colaboración y servicio entre Dios y las personas que le esperan (de otro modo no será sino una oportunidad nueva, puesta en manos de la misma gente indolente).

Aún está por verse la capacidad de las iglesias para convertir la teología privada en teología pública, es decir, encontrar un verdadero ángulo de incidencia no-religioso que demuestre que el evangelio tiene algo que decir sobre lo cotidiano, y que ese decir no apela sólo a lo íntimo «espiritual» sino también a lo social. Para identificarse con las luchas populares, con los procesos de pacificación, con asociaciones para el bien común, con el debate sobre la violencia doméstica, o con los derechos humanos.

El caso argentino recuerda que, salvo limitados casos de cristianos que trabajaron en programas de derechos humanos a su propio riesgo durante la dictadura militar, los evangélicos carecieron de la fuerza de ánimo necesaria para trabajar en un «contra-proceso» de restauración social. Saludable habría sido, tomando ejemplos como el de las iglesias sudafricanas en su lucha para terminar con el apartheid, a las que el mismo pueblo les reconoció el derecho de ser interlocutoras válidas en la «Comisión de Verdad y Reconciliación». ¿Por qué? Porque a su tiempo habían acompañado a la sociedad negra que sufría la segregación.

Pero nunca es tarde para comenzar.

Si la iglesia secuestró el discurso sobre el reino de Dios —olvidando trabajar por Su Justicia— no sería nada extraño que, a su modo, la sociedad haya tenido que intentar el rescate en su limitada pero bien dispuesta y democratizada idea de utopía.

Si es así, esto exige mucha más responsabilidad de las iglesias en asumir su envío y misión trabajando por el cambio hasta donde les sea posible. ¿Usted qué opina?

[tomado de http://www.kairos.org.ar/images/revistaKairos/rk24-steinfeldg-utopia.pdf]

Guillermo Steinfeld

Guillermo Steinfeld es decano del Centro de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) de la Fundación Kairós.

Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con la Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar

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