Mandar mandando o mandar obedeciendo
El poder político en las sociedades democráticas surge de un acto delegativo. Algunas personas le dan poder a otras para que éstas últimas cumplan determinado “mandato”, ejerzan unos roles, dirijan un emprendimiento, procuren organizar los recursos para alcanzar determinados fines, etc. …
...Sin embargo es común escuchar decir de sí mismos, por parte de algunos actores sociales y políticos, que ellos tienen suficiente autoridad para mandar y confiesan el propósito de tomar el poder.
La representación del poder como algo que puede tomarse se enraíza en el imaginario social según el cual el poder es una pócima (ungüento mágico) que alguien se procura para sí mismo y gracias a la cual puede hacer que ocurran las cosas. Ello le permitiría a su vez insuflar suficiente temor como para impetrar órdenes que sus súbditos cumplirán sin chistar, o bien dibujar ilusiones que sus seguidores gustosos creerán. Los vemos subirse a un podio y convocar a seguirlos…
…Últimamente asistimos a construcciones colectivas por parte de vastos sectores populares marginados los cuales, apelando a su memoria histórica de trabajadores, han logrado organizarse y convertirse en co-protagonistas de sus propias empresas, por ellos recuperadas; vimos asimismo vecinos que han dicho “basta” al circuito autorreferencial de los políticos y se han autoconvocado en barrios, plazas, bares, formando asambleas barriales; madres que se han autoorganizado y movilizado a propósito de la muerte de sus hijos; otros grupos, a partir de casos de contaminación ambiental, etc. A propósito de este fenómeno, se ha comenzado a hablar de “poder desde abajo” para referirse a un poder comunitario u organizacional, donde no es tan significativa la presencia de liderazgos autoritarios cuanto de lazos de solidaridad y recíproco reconocimiento…
…El sentido del poder surge no tanto del estilo con que históricamente se lo concibió o ejerció, cuanto del motivo (intención oculta en quienes se beneficiaron de un determinado orden social) por el cual adquirió esa determinada representación social en ese determinado contexto histórico. ¿En qué medida un revolucionario que pretendía “tomar el poder” lo hacía “para transformar la realidad”? Cuando él decía “vamos a cambiar la historia” ¿estaba imaginando a un pueblo auto-organizándose, según tareas y roles, en función de un proyecto comunitariamente concebido? ¿O simplemente se estaba colocando él, a sí mismo, en el lugar del tirano, y viéndose –anticipadamente– a sí mismo decidiendo por todos “lo que hay que hacer” (lo que él considerase lo mejor para todos), es decir prefigurándose las necesidades y deseos de los demás y poniéndose en el rol de satisfacerlos? Ambos propósitos –del déspota aferrado a su sillón y del revolucionario que sólo pretende disputárselo– comparten una misma representación de “poder” (podio-pócima)…
…Desde una intención no transformadora caben un sinnúmero de definiciones. Si alguien quiere el poder por sí mismo, por el afrodisíaco disfrute de sentirse poderoso, la política será para él el arte de mantenerse en el poder justificando por ese fin cualquier medio: la administración de “la caja” (los recursos que estén a su alcance), la promesa, la amenaza, la calumnia, el pánico, etc. Si alguien desea ocupar un cargo público para conservar un orden social que lo beneficia, del cual saca ventajas, tratará de neutralizar las protestas, ensayará un doble discurso que le permita prometer aquello que los explotados demandan y hacer aquello que los explotadores necesitan. La política será para él el arte de postergar, el arte de encolumnar a los ciudadanos tras un futuro lejano a construir con el sacrificio… el arte de canalizar las “justas” protestas dentro de “la paz” y “el orden”, para evitar desmadres, etc. Si es el caso de un gobernante “puesto” por determinados intereses, la política será para él el arte de distraer, de embarcar a la ciudadanía en discusiones estériles y distractivas, de generar polémicas y posturas encontradas entre opciones igualmente falsas, mientras se dedicará a hacer lo que le ordenan dichos intereses ocultos.
Desde una intención transformadora, en cambio, la política podría ser re-definida como el arte de hacerlo posible. El arte de crear las condiciones para que sea posible registrar las oportunidades de cambio y que sea posible aprovecharlas. La política como trasgresión fecunda de los límites que plantea una determinada coyuntura histórica y permita a todos los miembros de una comunidad des-sujetarse de todo aquello que los ata a una situación de opresión: creencias, hábitos, legados, lenguajes, estructuras jurídicas, desigualdades económicas, etc. La política como herramienta para promover la justicia y para cambiar la realidad de la fragmentación, del consumismo individualista, y hacer posible la experiencia de la comunión: del recíproco reconocimiento, de la placentera pertenencia a un proyecto compartido de cambio, del inesperado alumbramiento de ocurrencias impensadas... La política, en fin, como forma eminente de la caridad, como instrumento adecuado para la construcción social del Bien Común….
…El compromiso del creyente laico en política no puede reducirse a la creación de un partido confesional, ni siquiera a una opción “partidaria”. Para un cristiano el punto de llegada no es un “mejor partido”, sino un mejor mundo, una mejor convivencia, una mayor justicia, un orden más sabio, según lógicas más semejantes a los deseos de Dios. Y ese mejor mundo debe ser construido desde todas las partes y con todas las partes: con todos los partidos, con todas las organizaciones sociales, con todas las instituciones de la sociedad civil, con todas las singulares personas, en tanto células vivas del cuerpo social.
La militancia en un sector, en una organización, en un partido determinado, debe ser vivida por el cristiano como una “encarnación”, es decir como esa limitación necesaria que nos permite estar e interactuar en un determinado momento histórico. Ser partes, aportes, reales. Dejar de ser una abstracción ilimitada y perfecta y empezar a construir un mundo desde un rincón y durante el lapso en que nos toque vivir. Pero la tensión debe consistir en procurar, desde ese espacio-tiempo, desde cada uno de los gestos y acciones posibles, desde cada una de las decisiones posibles, contribuir a configurar un mundo más justo, más incluyente, más participativo y no un partido mayoritario, una organización exitosa, un monumento a sí.
Son estas simultáneas tensiones de los laicos, quienes desde diferentes opciones políticas buscan el Bien Común, las que pueden luego entramarse para acuerdos inter-partidarios que hagan posible la gobernabilidad, la alternancia en el co-mando, la vigencia de políticas de Estado de mediano y largo plazo… es decir “
Alberto Ivern
Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor con
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