El lugar de la religión
Cuando siglos más tarde (siglo XVI), el zar Iván el Terrible de Rusia pretendió recibir una bendición del metropolitano Felipe (más tarde San Felipe), recibió por respuesta recriminaciones por su crueldad. El zar lo increpó: “Calla, santo padre, y bendíceme”. A lo cual el prelado contestó: “Mi silencio abriría tu alma al pecado y traería muerte”. Ante esto, el déspota lo hizo encarcelar y más tarde asesinar en su prisión.
Cuando en 1926 una huelga de mineros creó un serio problema en Gran Bretaña, algunos obispos anglicanos se ofrecieron para mediar en el conflicto. La respuesta del entonces primer ministro Baldwin fue preguntar a los obispos qué opinarían si el gobierno encomendara a los sindicatos la revisión de alguno de los credos oficiales.
A lo largo de la historia, las autoridades seculares, incluso las cristianizadas, pretendieron relegar a la Iglesia a un papel meramente “espiritual”, o sea de cura de almas y administración de sacramentos. Por supuesto que no desdeñaron la palabra de la Iglesia cuando pensaban que ésta podría serles de utilidad.
A la inversa, fuerzas revolucionarias que buscaban cambios en el ordenamiento social y económico imputaron a la Iglesia complicidad con los poderes constituidos, y hasta se llegó a sostener que la religión, y todas las religiones, no eran más que inventos para manipular y explotar a los pueblos.
Nuestra sociedad actual es (o tiende a ser) democrática e igualitaria, donde existe libertad de expresión y de credo. ¿Qué papel puede tener la religión en ese medio? Las cuestiones principales que la religión se plantea –existencia de un ser o de seres superiores, de ultratumba, destino– escapan a la ciencia y, con mayor razón, a la política. No así los valores morales que la religión enseña, que a menudo entran en conflicto con otros, en particular los nacidos de la secularización y el permisivismo dominantes.
Hay cristianos que rehúsan participar en política, por ser campo plagado de tentaciones y que fuerza a veces a realizar actos de moralidad dudosa. Pero esto no debe ser óbice para una participación en la que el cristiano está, por su misma calidad de tal, comprometido por su obligación de interesarse por su prójimo. El peligro de no hacerlo está en volverse “idiota”, como llamaban los griegos a quienes cuidaban sólo de sus asuntos e intereses particulares.
“Quien vota, puede equivocarse. Quien se abstiene de votar, ya se ha equivocado”. Esta frase, que muchos cuestionarían, tiene su fundamento en una aguda sentencia del pensador inglés Edmund Burke: “Todo lo que necesita el mal para triunfar es que los buenos no hagan nada”.
Tomás Banzhaf
Tomás Banzhaf es ministro laico de la parroquia anglicana de San Miguel y Todos los Ángeles, Martínez, Gran Buenos Aires
Nota: Esta reflexión es un aporte al diálogo entre la fe y la política y no implica ninguna relación del autor conla Coalición Cívica. Para suscribirse al servicio gratuito de reflexiones diarias sobre la política desde la fe, envíe un mensaje en blanco a: elcorazondelapolitica-subscribe@gruposyahoo.com.ar
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